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viernes, 14 de marzo de 2025

CRISTO VIVE EN LOS ENFERMOS.





                CRISTO VIVE EN LOS ENFERMOS.








INTRODUCCIÓN AL BLOG

VAYAMOS AL ENCUENTRO pretende ser un blog para reafirmarse en la aventura de la fe cristiana, sabiendo, como nos decía Benedicto XVI que “la fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, una persona que da a la vida un nuevo horizonte… " (3-10-2007).

JESÚS DE NAZARET Y LOS ENFERMOS.





       JESÚS DE NAZARET Y LOS ENFERMOS. 







INTRODUCCIÓN AL BLOG

VAYAMOS AL ENCUENTRO pretende ser un blog para reafirmarse en la aventura de la fe cristiana, sabiendo, como nos decía Benedicto XVI que “la fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, una persona que da a la vida un nuevo horizonte… " (3-10-2007).



                   JESÚS DE NAZARET Y LOS ENFERMOS.





La actividad de Jesús sanador con los enfermos ocupa un lugar notable en los evangelios.


 Él mismo se refirió a sí mismo dos veces utilizando la imagen del médico (cf. Mc 2,17; Lc 4,23).           

 Para Jesús la enfermedad no es solo una patología física, sino que tiene dimensiones sociales y sobrenaturales.       La enfermedad y la sanación son percibidas por él en su globalidad.   

En la época del siglo I en Palestina, Jesús sabe que la enfermedad marcaba negativamente a las personas.        

 El hecho de estar enfermo y sobre todo ciertas enfermedades (leprosos, ciegos, etc.), tenían connotaciones muy negativas y hacían del enfermo una persona estigmatizada y marginada.                                                

  Jesús pone particular interés en romper esa marginación liberando a los enfermos de la soledad en la vida familiar y social. Por eso busca en primer lugar un encuentro personal con ellos, que los libere de la soledad.

*Jesús era un sanador que curaba a la gente:      Nuestra cultura nos predispone a imaginar a Jesús como un maestro, que pronunciaba parábolas y sentencias llenas de sabiduría, o como un profeta que anunciaba la llegada de un mundo mejor. Y sin embargo, la imagen de Jesús como un sanador popular que pasó curando a la gente es tan real como las anteriores.  

*Jesús es cercano a los marginados:           

 Los enfermos, y por causa de ellos sus familias, tenían que soportar una situación de sospecha y marginación.              La idea que entonces se tenía de la enfermedad acentuaba esta condición social de marginación.      

        El hecho de que Jesús se acerque a los enfermos y se deje tocar por ellos, o de que los cure con formas poco ortodoxas, era un atentado contra las normas de pureza que gobernaban la sociedad palestina del siglo primero.               Jesús no tuvo inconveniente en transgredir las normas de pureza imperantes en aquella sociedad, pues solo así podía acercarse a los que estaban en situaciones más marginales.                                                             

   *Las curaciones de Jesús son un signo de que el Reino de Dios está empezando a llegar:                         

    Los profetas habían anunciado que la curación de los cojos, ciegos, sordos, etc., sería el signo de que se cumplían las promesas de Dios.           Jesús se refirió a esta profecía para explicar sus curaciones (cf. Mt 11,2-5; Is 35,5-6).  

   Se acerca a ellos con amor, movido únicamente por su amor, y ese amor es el que los sana y cura.      

   *Jesús cura, sana y salva al enfermo:                          Jesús no cura solamente la enfermedad, sino que además ofrece una sanación interior de la persona, abriéndola a la salvación (cf. Directrices para la Pastoral de la Salud en México, n. 22), como lo dejan ver los siguientes textos: Una mujer enferma que es curada, sanada e invitada a la salvación (cf. Mt 9,20-22); el ciego de Jericó (cf. Mc 10,46-52); los diez leprosos (cf. Lc 17,11-19).                                                          Jesús, en su relación con los enfermos, además de orar por ellos, después de preguntar sobre su fe, los cura físicamente, los sana interiormente y los salva integralmente.

       *Jesús se identifica con los necesitados y enfermos.

       Jesús se identifica con los necesitados y en concreto, al decir “estaba enfermo y me visitaron”, se identifica con cada enfermo, y así propicia una relación en la que se pone en lugar de la persona enferma (cf. Mt 25,34-40).

          *Al estilo de Jesús:

          El estilo de Jesús es la misericordia, la compasión, el amor (cf. Directrices para la Pastoral de la Salud en México, n. 27).                                        

         En definitiva:  “ver a Cristo en el enfermo y ser Cristo para el enfermo”.


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REFLEXIONES DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA ENFERMEDAD.





REFLEXIONES DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA ENFERMEDAD. 





INTRODUCCIÓN AL BLOG

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REFLEXIONES DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA ENFERMEDAD. 

7 breves reflexiones del Papa sobre la enfermedad en ocasión de la Jornada Mundial del Enfermo.

 1) La enfermedad nos hace experimentar nuestra fragilidad e impone una pregunta sobre el sentido

La experiencia de la enfermedad nos hace sentir frágiles, nos hace sentir necesitados de los demás.   

 “La enfermedad impone una pregunta de sentido, que en la fe se dirige a Dios: una pregunta que busca un nuevo sentido y una nueva dirección para la existencia, y que a veces puede no encontrar una respuesta inmediata”.

2) La enfermedad y el camino de la búsqueda de sentido.

San Juan Pablo II indicó, a partir de su propia experiencia personal, el camino de esta búsqueda.   

No se trata de replegarse sobre sí mismo, sino, por el contrario, de abrirse a un amor más grande: “Si un hombre se hace partícipe de los sufrimientos de Cristo, esto sucede porque Cristo ha abierto su sufrimiento al hombre, porque él mismo, en su sufrimiento redentor, se ha hecho, en cierto sentido, partícipe de todo el sufrimiento humano -todo, de todo el sufrimiento humano-.     

   El hombre, al descubrir por medio de la fe el sufrimiento redentor de Cristo, descubre al mismo tiempo en él sus propios sufrimientos, los encuentra, por medio de la fe, enriquecidos con un nuevo contenido y un nuevo significado”  (Carta Apostólica Salvifici Doloris, 20).

3) El cuidado de la totalidad de la persona enferma.

No se debe “olvidar nunca la singularidad de cada enfermo, con su dignidad y su fragilidad”. Es toda la persona la que necesita cuidados: cuerpo, mente, afectos, libertad y voluntad, vida espiritual…. La atención no se puede diseccionar, porque el ser humano no se puede diseccionar.      Podríamos -paradójicamente- salvar el cuerpo y perder la humanidad. Los santos que atendían a los enfermos seguían siempre la enseñanza del Maestro: curar las heridas del cuerpo y del alma; rezar y actuar por la curación física y espiritual al mismo tiempo.

4) La enfermedad como un fenómeno global y el antídoto de la cultura de la fraternidad.

El individualismo y la indiferencia hacia los demás son formas de egoísmo que desgraciadamente se amplifican en la sociedad del consumismo y del liberalismo económico; y las desigualdades resultantes se encuentran también en el ámbito de la salud, donde algunos disfrutan de la llamada «excelencia» y muchos otros tienen dificultades para acceder a los cuidados básicos. 

Para curar este «virus» social, el antídoto es la cultura de la fraternidad, fundada en la conciencia de que todos somos iguales como personas humanas, todos iguales, hijos de un solo Padre (cf. Fratelli tutti, 272).  

 Sobre esta base, será posible tener curas efectivas para todos. Pero si no estamos convencidos de que todos somos iguales, no irá bien.

5) La Iglesia y la parábola del buen samaritano.

Teniendo siempre presente la parábola del buen samaritano (cf. ibíd., cap. II), recordemos que no debemos ser cómplices ni de los bandidos que roban a un hombre y lo abandonan herido en la calle, ni de los dos funcionarios del culto que lo ven y pasan de largo (cf. Lc 10,30-32).            

La Iglesia, siguiendo a Jesús, el buen samaritano de la humanidad, siempre ha hecho todo lo posible por los que sufren, dedicando en particular a los enfermos grandes recursos personales y económicos. Pienso en los dispensarios y en las estructuras sanitarias de los países en desarrollo; pienso en las numerosas hermanas y hermanos misioneros que han dedicado su vida a atender a los enfermos más pobres, a veces incluso a los enfermos entre los enfermos. Y pienso en los muchos santos y santas de todo el mundo que han puesto en marcha obras sanitarias, implicando a sus compañeros y dando lugar a congregaciones religiosas.  

Esta vocación y misión de atención humana integral debe renovar también los carismas en el ámbito sanitario hoy, para que no falte la cercanía al que sufre.

6) Los que están cerca de los enfermos.

Mis pensamientos están llenos de gratitud a todos los que en la vida y en el trabajo están cerca de los enfermos cada día.   

A las familias y amigos que cuidan de sus seres queridos con cariño y comparten sus alegrías y esperanzas, su dolor y su angustia. 

A los médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos y a todo el personal sanitario; y también a los capellanes de los hospitales, a las religiosas y religiosos de los Institutos dedicados al cuidado de los enfermos, y a los numerosos voluntarios.   

  A todas estas personas les aseguro mi recuerdo en la oración, para que el Señor les conceda la capacidad de escuchar a los enfermos, de ser pacientes con ellos, de cuidarlos integralmente, cuerpo, espíritu y relaciones.

7) El Papa y su cercanía y oración por los enfermos.

    Rezo de manera especial por todos los enfermos, en todos los rincones del mundo, especialmente por los que están más solos y no tienen acceso a los servicios sanitarios.           

  Queridos hermanos y hermanas, os encomiendo a la protección maternal de María, Salud de los Enfermos. Y a ti, y a los que te cuidan, les envío mi más sincera bendición.

 

 

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MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA XXXIII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO-2025.
11 DE FEBRERO DEL 2025

         


«La esperanza no defrauda» (Rm 5,5)
y nos hace fuertes en la tribulación

(Propuesta en el marco del Jubileo 2025)

Queridos hermanos y hermanas:

      Celebramos la XXXIII Jornada Mundial del Enfermo en el Año Jubilar 2025, en el que la Iglesia nos invita a hacernos “peregrinos de esperanza”. En esto nos acompaña la Palabra de Dios que, por medio de san Pablo, nos da un gran mensaje de aliento: «La esperanza no defrauda» (Rm 5,5), es más, nos hace fuertes en la tribulación.

     Son expresiones consoladoras, pero que pueden suscitar algunos interrogantes, especialmente en los que sufren. Por ejemplo: ¿cómo permanecer fuertes, cuando sufrimos en carne propia enfermedades graves, invalidantes, que quizás requieren tratamientos cuyos costos van más allá de nuestras posibilidades? ¿Cómo hacerlo cuando, además de nuestro sufrimiento, vemos sufrir a quienes nos quieren y que, aun estando a nuestro lado, se sienten impotentes por no poder ayudarnos? En todas estas situaciones sentimos la necesidad de un apoyo superior a nosotros: necesitamos la ayuda de Dios, de su gracia, de su Providencia, de esa fuerza que es don de su Espíritu (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1808). 

     Detengámonos pues un momento a reflexionar sobre la presencia de Dios que permanece cerca de quien sufre, en particular bajo tres aspectos que la caracterizan: el encuentro, el don y el compartir.

1. El encuentro.

    Jesús, cuando envió en misión a los setenta y dos discípulos (cf. Lc 10,1-9), los exhortó a decir a los enfermos: «El Reino de Dios está cerca de ustedes» (v. 9). Les pidió concretamente ayudarles a comprender que también la enfermedad, aun cuando sea dolorosa y difícil de entender, es una oportunidad de encuentro con el Señor. En el tiempo de la enfermedad, en efecto, si por una parte experimentamos toda nuestra fragilidad como criaturas —física, psicológica y espiritual—, por otra parte, sentimos la cercanía y la compasión de Dios, que en Jesús ha compartido nuestros sufrimientos. Él no nos abandona y muchas veces nos sorprende con el don de una determinación que nunca hubiéramos pensado tener, y que jamás hubiéramos hallado por nosotros mismos.

    La enfermedad entonces se convierte en ocasión de un encuentro que nos transforma; en el hallazgo de una roca inquebrantable a la que podemos aferrarnos para afrontar las tempestades de la vida; una experiencia que, incluso en el sacrificio, nos vuelve más fuertes, porque nos hace más conscientes de que no estamos solos. Por eso se dice que el dolor lleva siempre consigo un misterio de salvación, porque hace experimentar el consuelo que viene de Dios de forma cercana y real, hasta «conocer la plenitud del Evangelio con todas sus promesas y su vida»  San Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes, Nueva Orleans, 12 septiembre 1987).

 2. Y esto nos conduce al segundo punto de reflexión: el don. Ciertamente, nunca como en el sufrimiento nos damos cuenta de que toda esperanza viene del Señor, y que por eso es, ante todo, un don que hemos de acoger y cultivar, permaneciendo “fieles a la fidelidad de Dios”, según la hermosa expresión de Madeleine Delbrêl (cf. La speranza è una luce nella notte, Ciudad del Vaticano 2024, Prefacio).

Por lo demás, sólo en la resurrección de Cristo nuestros destinos encuentran su lugar en el horizonte infinito de la eternidad. Sólo de su Pascua nos viene la certeza de que nada, «ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios» (Rm 8,38-39). Y de esta “gran esperanza” deriva cualquier otro rayo de luz que nos permite superar las pruebas y los obstáculos de la vida (cf. Benedicto XVI, Carta Encíclica Spe Salvi, 27.31). No sólo eso, sino que el Resucitado también camina con nosotros, haciéndose nuestro compañero de viaje, como con los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-53). Como ellos, también nosotros podemos compartir con Él nuestro desconcierto, nuestras preocupaciones y nuestras desilusiones, podemos escuchar su Palabra que nos ilumina y hace arder nuestro corazón, y nos permite reconocerlo presente en la fracción del Pan, vislumbrando en ese estar con nosotros, aun en los límites del presente, ese “más allá” que al acercarse nos devuelve valentía y confianza.   

3. Y llegamos así al tercer aspecto, el del compartirLos lugares donde se sufre son a menudo lugares de intercambio, de enriquecimiento mutuo. ¡Cuántas veces, junto al lecho de un enfermo, se aprende a esperar! ¡Cuántas veces, estando cerca de quien sufre, se aprende a creer! ¡Cuántas veces, inclinándose ante el necesitado, se descubre el amor! Es decir, nos damos cuenta de que somos “ángeles” de esperanza, mensajeros de Dios, los unos para los otros, todos juntos: enfermos, médicos, enfermeros, familiares, amigos, sacerdotes, religiosos y religiosas; y allí donde estemos: en la familia, en los dispensarios, en las residencias de ancianos, en los hospitales y en las clínicas.

Y es importante saber descubrir la belleza y la magnitud de estos encuentros de gracia y aprender a escribirlos en el alma para no olvidarlos; conservar en el corazón la sonrisa amable de un agente sanitario, la mirada agradecida y confiada de un paciente, el rostro comprensivo y atento de un médico o de un voluntario, el semblante expectante e inquieto de un cónyuge, de un hijo, de un nieto o de un amigo entrañable. Son todas luces que atesorar pues, aun en la oscuridad de la prueba, no sólo dan fuerza, sino que enseñan el sabor verdadero de la vida, en el amor y la proximidad (cf. Lc 10,25-37).

Queridos enfermos, queridos hermanos y hermanas que asisten a los que sufren, en este Jubileo ustedes tienen más que nunca un rol especial. Su caminar juntos, en efecto, es un signo para todos, «un himno a la dignidad humana, un canto de esperanza» (Bula Spes non confundit, 11), cuya voz va mucho más allá de las habitaciones y las camas de los sanatorios donde se encuentren, estimulando y animando en la caridad “el concierto de toda la sociedad” (cf. ibíd) en una armonía a veces difícil de realizar, pero precisamente por eso, muy dulce y fuerte, capaz de llevar luz y calor allí donde más se necesita.

Toda la Iglesia les está agradecida. También yo lo estoy y rezo por ustedes encomendándolos a María, Salud de los enfermos, por medio de las palabras con las que tantos hermanos y hermanas se han dirigido a ella en las dificultades:

Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro,
¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!

    Los bendigo, junto con sus familias y demás seres queridos, y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí.

Roma, San Juan de Letrán, 14 de enero de 2025


 


 

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11 DE FEBRERO DEL 2024



"No conviene que el hombre esté solo"

Cuidar al enfermo cuidando las relaciones. 


 

    «No conviene que el hombre esté solo» (Gn 2,18). Desde el principio, Dios, que es amor, creó el ser humano para la comunión, inscribiendo en su ser la dimensión relacional. Así, nuestra vida, modelada a imagen de la Trinidad, está llamada a realizarse plenamente en el dinamismo de las relaciones, de la amistad y del amor mutuo. Hemos sido creados para estar juntos, no solos. Y es precisamente porque este proyecto de comunión está inscrito en lo más profundo del corazón humano, que la experiencia del abandono y de la soledad nos asusta, es dolorosa e, incluso, inhumana. Y lo es aún más en tiempos de fragilidad, incertidumbre e inseguridad, provocadas, muchas veces, por la aparición de alguna enfermedad grave.

    Pienso, por ejemplo, en cuantos estuvieron terriblemente solos durante la pandemia de Covid-19; en los pacientes que no podía recibir visitas, pero también en los enfermeros, médicos y personal de apoyo, sobrecargados de trabajo y encerrados en las salas de aislamiento. Y obviamente no olvidemos a quienes debieron afrontar solos la hora de la muerte, solo asistidos por el personal sanitario, pero lejos de sus propias familias.

   Al mismo tiempo, me uno con dolor a la condición de sufrimiento y soledad de quienes, a causa de la guerra y sus trágicas consecuencias, se encuentran sin apoyo y sin asistencia. La guerra es la más terrible de las enfermedades sociales y son las personas más frágiles las que pagan el precio más alto.

    Sin embargo, es necesario subrayar que, también en los países que gozan de paz y cuentan con mayores recursos, el tiempo de la vejez y de la enfermedad se vive a menudo en la soledad y, a veces, incluso en el abandono. Esta triste realidad es consecuencia sobre todo de la cultura del individualismo, que exalta el rendimiento a toda costa y cultiva el mito de la eficiencia, volviéndose indiferente e incluso despiadada cuando las personas ya no tienen la fuerza necesaria para seguir ese ritmo. Se convierte entonces en una cultura del descarte, en la que «no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si “ya no sirven” —como los ancianos—.» (Carta enc. Fratelli tutti, 18). Desgraciadamente, esta lógica también prevalece en determinadas opciones políticas, que no son capaces de poner en el centro la dignidad de la persona humana y sus necesidades, y no siempre favorecen las estrategias y los medios necesarios para garantizar el derecho fundamental a la salud y el acceso a los cuidados médicos a todo ser humano. Al mismo tiempo, el abandono de las personas frágiles y su soledad también se agravan por el hecho de reducir los cuidados únicamente a servicios de salud, sin que éstos vayan sabiamente acompañados por una “alianza terapéutica” entre médico, paciente y familiares.

   Nos hace bien volver a escuchar esa palabra bíblica: ¡no conviene que el hombre esté solo! Dios la pronuncia al comienzo mismo de la creación y nos revela así el sentido profundo de su designio sobre la humanidad, pero, al mismo tiempo, también la herida mortal del pecado, que se introduce generando recelos, fracturas, divisiones y, por tanto, aislamiento. Esto afecta a la persona en todas sus relaciones; con Dios, consigo misma, con los demás y con la creación. Ese aislamiento nos hace perder el sentido de la existencia, nos roba la alegría del amor y nos hace experimentar una opresiva sensación de soledad en todas las etapas cruciales de la vida.

   Hermanos y hermanas, el primer cuidado del que tenemos necesidad en la enfermedad es el de una cercanía llena de compasión y de ternura. Por eso, cuidar al enfermo significa, ante todo, cuidar sus relaciones, todas sus relaciones; con Dios, con los demás —familiares, amigos, personal sanitario—, con la creación y consigo mismo. ¿Es esto posible? Claro que es posible, y todos estamos llamados a comprometernos para que sea así. Fijémonos en la imagen del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37), en su capacidad para aminorar el paso y hacerse prójimo, en la actitud de ternura con que alivia las heridas del hermano que sufre.

    Recordemos esta verdad central de nuestra vida, que hemos venido al mundo porque alguien nos ha acogido. Hemos sido hechos para el amor, estamos llamados a la comunión y a la fraternidad. Esta dimensión de nuestro ser nos sostiene de manera particular en tiempos de enfermedad y fragilidad, y es la primera terapia que debemos adoptar todos juntos para curar las enfermedades de la sociedad en la que vivimos.

   A ustedes que padecen una enfermedad, temporal o crónica, me gustaría decirles: ¡no se avergüencen de su deseo de cercanía y ternura! No lo oculten y no piensen nunca que son una carga para los demás. La condición de los enfermos nos invita a todos a frenar los ritmos exasperados en los que estamos inmersos y a redescubrirnos a nosotros mismos.

   En este cambio de época en el que vivimos, nosotros los cristianos estamos especialmente llamados a hacer nuestra la mirada compasiva de Jesús. Cuidemos a quienes sufren y están solos, e incluso marginados y descartados. Con el amor recíproco que Cristo Señor nos da en la oración, sobre todo en la Eucaristía, sanemos las heridas de la soledad y del aislamiento. Cooperemos así a contrarrestar la cultura del individualismo, de la indiferencia, del descarte, y hagamos crecer la cultura de la ternura y de la compasión.

    Los enfermos, los frágiles, los pobres están en el corazón de la Iglesia y deben estar también en el centro de nuestra atención humana y solicitud pastoral. No olvidemos esto. Y encomendémonos a María Santísima, Salud de los Enfermos, para que interceda por nosotros y nos ayude a ser artífices de cercanía y de relaciones fraternas.

Roma, San Juan de Letrán, 10 de enero de 2024

Francisco

 


 

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