VAYAMOS AL ENCUENTRO pretende ser un blog para reafirmarse en la aventura de la fe cristiana, sabiendo, como nos decía Benedicto XVI que “la fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, una persona que da a la vida un nuevo horizonte… " (3-10-2007).
Queridos
hermanos y hermanas:
El
año pasado reflexionamos sobre la necesidad de “ir y ver” para descubrir la
realidad y poder contarla a partir de la experiencia de los acontecimientos y
del encuentro con las personas. Siguiendo en esta línea, deseo ahora centrar la
atención sobre otro verbo, “escuchar”, decisivo en la gramática de la
comunicación y condición para un diálogo auténtico.
En
efecto, estamos perdiendo la capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea
en la trama normal de las relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los
temas más importantes de la vida civil. Al mismo tiempo, la escucha está
experimentando un nuevo e importante desarrollo en el campo comunicativo e
informativo, a través de las diversas ofertas de podcast y chat audio,
lo que confirma que escuchar sigue siendo esencial para la comunicación humana.
A
un ilustre médico, acostumbrado a curar las heridas del alma, le preguntaron
cuál era la mayor necesidad de los seres humanos. Respondió: “El deseo
ilimitado de ser escuchados”. Es un deseo que a menudo permanece escondido,
pero que interpela a todos los que están llamados a ser educadores o
formadores, o que desempeñen un papel de comunicador: los padres y los
profesores, los pastores y los agentes de pastoral, los trabajadores de la
información y cuantos prestan un servicio social o político.
Escuchar
con los oídos del corazón
En
las páginas bíblicas aprendemos que la escucha no sólo posee el significado de
una percepción acústica, sino que está esencialmente ligada a la relación
dialógica entre Dios y la humanidad. «Shema’ Israel - Escucha,
Israel» (Dt 6,4), el íncipit del primer mandamiento de la Torah se
propone continuamente en la Biblia, hasta tal punto que san Pablo afirma que
«la fe proviene de la escucha» (Rm 10,17). Efectivamente, la
iniciativa es de Dios que nos habla, y nosotros respondemos escuchándolo; pero
también esta escucha, en el fondo, proviene de su gracia, como sucede al recién
nacido que responde a la mirada y a la voz de la mamá y del papá. De los cinco
sentidos, parece que el privilegiado por Dios es precisamente el oído, quizá
porque es menos invasivo, más discreto que la vista, y por tanto deja al ser
humano más libre.
La
escucha corresponde al estilo humilde de Dios. Es aquella acción que permite a
Dios revelarse como Aquel que, hablando, crea al hombre a su imagen, y,
escuchando, lo reconoce como su interlocutor. Dios ama al hombre: por eso le
dirige la Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo.
El
hombre, por el contrario, tiende a huir de la relación, a volver la espalda y
“cerrar los oídos” para no tener que escuchar. El negarse a escuchar termina a
menudo por convertirse en agresividad hacia el otro, como les sucedió a los
oyentes del diácono Esteban, quienes, tapándose los oídos, se lanzaron todos
juntos contra él (cf. Hch 7,57).
Así,
por una parte está Dios, que siempre se revela comunicándose gratuitamente; y
por la otra, el hombre, a quien se le pide que se ponga a la escucha. El Señor
llama explícitamente al hombre a una alianza de amor, para que pueda llegar a
ser plenamente lo que es: imagen y semejanza de Dios en su capacidad de
escuchar, de acoger, de dar espacio al otro. La escucha, en el fondo, es una
dimensión del amor.
Por
eso Jesús pide a sus discípulos que verifiquen la calidad de su escucha:
«Presten atención a la forma en que escuchan» (Lc 8,18);
los exhorta de ese modo después de haberles contado la parábola del sembrador,
dejando entender que no basta escuchar, sino que hay que hacerlo bien. Sólo da
frutos de vida y de salvación quien acoge la Palabra con el corazón “bien
dispuesto y bueno” y la custodia fielmente (cf. Lc 8,15). Sólo
prestando atención a quién escuchamos, qué escuchamos
y cómo escuchamos podemos crecer en el arte de comunicar, cuyo
centro no es una teoría o una técnica, sino la «capacidad del corazón que hace
posible la proximidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 171).
Todos
tenemos oídos, pero muchas veces incluso quien tiene un oído perfecto no
consigue escuchar a los demás. Existe realmente una sordera interior peor que
la sordera física. La escucha, en efecto, no tiene que ver solamente con el
sentido del oído, sino con toda la persona. La verdadera sede de la escucha es
el corazón. El rey Salomón, a pesar de ser muy joven, demostró sabiduría porque
pidió al Señor que le concediera «un corazón capaz de escuchar» ( 1 Re 3,9).
Y san Agustín invitaba a escuchar con el corazón ( corde audire), a
acoger las palabras no exteriormente en los oídos, sino espiritualmente en el
corazón: «No tengan el corazón en los oídos, sino los oídos en el
corazón» (1). Y
san Francisco de Asís exhortaba a sus hermanos a «inclinar el oído del
corazón» (2)
La
primera escucha que hay que redescubrir cuando se busca una comunicación
verdadera es la escucha de sí mismo, de las propias exigencias más verdaderas,
aquellas que están inscritas en lo íntimo de toda persona. Y no podemos sino
escuchar lo que nos hace únicos en la creación: el deseo de estar en relación
con los otros y con el Otro. No estamos hechos para vivir como átomos, sino
juntos.
La
escucha como condición de la buena comunicación
Existe
un uso del oído que no es verdadera escucha, sino lo contrario: el escuchar a
escondidas. De hecho, una tentación siempre presente y que hoy, en el tiempo de
las redes sociales, parece haberse agudizado, es la de escuchar a escondidas y
espiar, instrumentalizando a los demás para nuestro interés. Por el contrario,
lo que hace la comunicación buena y plenamente humana es precisamente la
escucha de quien tenemos delante, cara a cara, la escucha del otro a quien nos
acercamos con apertura leal, confiada y honesta.
Lamentablemente,
la falta de escucha, que experimentamos muchas veces en la vida cotidiana, es
evidente también en la vida pública, en la que, a menudo, en lugar de oír al
otro, lo que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos. Esto es síntoma de
que, más que la verdad y el bien, se busca el consenso; más que a la escucha,
se está atento a la audiencia. La buena comunicación, en cambio, no trata de
impresionar al público con un comentario ingenioso dirigido a ridiculizar al
interlocutor, sino que presta atención a las razones del otro y trata de hacer
que se comprenda la complejidad de la realidad. Es triste cuando, también en la
Iglesia, se forman bandos ideológicos, la escucha desaparece y su lugar lo
ocupan contraposiciones estériles.
En
realidad, en muchos de nuestros diálogos no nos comunicamos en absoluto.
Estamos simplemente esperando que el otro termine de hablar para imponer
nuestro punto de vista. En estas situaciones, como señala el filósofo Abraham
Kaplan (3), el
diálogo es un “duálogo”, un monólogo a dos voces. En la verdadera comunicación,
en cambio, tanto el tú como el yo están “en
salida”, tienden el uno hacia el otro.
Escuchar
es, por tanto, el primer e indispensable ingrediente del diálogo y de la buena
comunicación. No se comunica si antes no se ha escuchado, y no se hace buen
periodismo sin la capacidad de escuchar. Para ofrecer una información sólida,
equilibrada y completa es necesario haber escuchado durante largo tiempo. Para
contar un evento o describir una realidad en un reportaje es esencial haber
sabido escuchar, dispuestos también a cambiar de idea, a modificar las propias
hipótesis de partida.
En
efecto, solamente si se sale del monólogo se puede llegar a esa concordancia de
voces que es garantía de una verdadera comunicación. Escuchar diversas fuentes,
“no conformarnos con lo primero que encontramos” —como enseñan los
profesionales expertos— asegura fiabilidad y seriedad a las informaciones que
transmitimos. Escuchar más voces, escucharse mutuamente, también en la Iglesia,
entre hermanos y hermanas, nos permite ejercitar el arte del discernimiento,
que aparece siempre como la capacidad de orientarse en medio de una sinfonía de
voces.
Pero,
¿por qué afrontar el esfuerzo que requiere la escucha? Un gran diplomático de
la Santa Sede, el cardenal Agostino Casaroli, hablaba del “martirio de la
paciencia”, necesario para escuchar y hacerse escuchar en las negociaciones con
los interlocutores más difíciles, con el fin de obtener el mayor bien posible
en condiciones de limitación de la libertad. Pero también en situaciones menos
difíciles, la escucha requiere siempre la virtud de la paciencia, junto con la
capacidad de dejarse sorprender por la verdad — aunque sea tan sólo un
fragmento de la verdad— de la persona que estamos escuchando. Sólo el asombro
permite el conocimiento. Me refiero a la curiosidad infinita del niño que mira
el mundo que lo rodea con los ojos muy abiertos. Escuchar con esta disposición
de ánimo —el asombro del niño con la consciencia de un adulto— es un
enriquecimiento, porque siempre habrá alguna cosa, aunque sea mínima, que puedo
aprender del otro y aplicar a mi vida.
La
capacidad de escuchar a la sociedad es sumamente preciosa en este tiempo herido
por la larga pandemia. Mucha desconfianza acumulada precedentemente hacia la
“información oficial” ha causado una “infodemia”, dentro de la cual es cada vez
más difícil hacer creíble y transparente el mundo de la información. Es preciso
disponer el oído y escuchar en profundidad, especialmente el malestar social
acrecentado por la disminución o el cese de muchas actividades económicas.
También
la realidad de las migraciones forzadas es un problema complejo, y nadie tiene
la receta lista para resolverlo. Repito que, para vencer los prejuicios sobre
los migrantes y ablandar la dureza de nuestros corazones, sería necesario
tratar de escuchar sus historias, dar un nombre y una historia a cada uno de
ellos. Muchos buenos periodistas ya lo hacen. Y muchos otros lo harían si
pudieran. ¡Alentémoslos! ¡Escuchemos estas historias! Después, cada uno será
libre de sostener las políticas migratorias que considere más adecuadas para su
país. Pero, en cualquier caso, ante nuestros ojos ya no tendremos números o
invasores peligrosos, sino rostros e historias de personas concretas, miradas,
esperanzas, sufrimientos de hombres y mujeres que hay que escuchar.
Escucharse
en la Iglesia
También
en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y de escucharnos. Es el don más
precioso y generativo que podemos ofrecernos los unos a los otros. Nosotros los
cristianos olvidamos que el servicio de la escucha nos ha sido confiado por
Aquel que es el oyente por excelencia, a cuya obra estamos llamados a
participar. «Debemos escuchar con los oídos de Dios para poder hablar con la
palabra de Dios» (4). El
teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer
servicio que se debe prestar a los demás en la comunión consiste en
escucharlos. Quien no sabe escuchar al hermano, pronto será incapaz de escuchar
a Dios (5).
En
la acción pastoral, la obra más importante es “el apostolado del oído”.
Escuchar antes de hablar, como exhorta el apóstol Santiago: «Cada uno debe
estar pronto a escuchar, pero ser lento para hablar» (1,19). Dar gratuitamente
un poco del propio tiempo para escuchar a las personas es el primer gesto de
caridad.
Hace
poco ha comenzado un proceso sinodal. Oremos para que sea una gran ocasión de
escucha recíproca. La comunión no es el resultado de estrategias y programas,
sino que se edifica en la escucha recíproca entre hermanos y hermanas. Como en
un coro, la unidad no requiere uniformidad, monotonía, sino pluralidad y
variedad de voces, polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del coro canta
escuchando las otras voces y en relación a la armonía del conjunto. Esta
armonía ha sido ideada por el compositor, pero su realización depende de la
sinfonía de todas y cada una de las voces.
Conscientes
de participar en una comunión que nos precede y nos incluye, podemos
redescubrir una Iglesia sinfónica, en la que cada uno puede cantar con su
propia voz acogiendo las de los demás como un don, para manifestar la armonía
del conjunto que el Espíritu Santo compone.
Roma,
San Juan de Letrán, 24 de enero de 2022, Memoria de san Francisco de Sales.
Francisco
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(1) «Nolite habere cor in auribus, sed aures in corde»
( Sermo 380, 1: Nuova Biblioteca Agostiniana 34,
568).
(2) Carta a toda la Orden: Fuentes
Franciscanas, 216.
(3) Cf. The life of dialogue, en J. D.
Roslansky ed., Communication. A discussion at the Nobel Conference,
North-Holland Publishing Company – Amsterdam 1969, 89-108.
(4) D. Bonhoeffer, Vida en comunidad,
Sígueme, Salamanca 2003, 92.
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