VAYAMOS AL ENCUENTRO pretende ser un blog para reafirmarse en la aventura de la fe cristiana, sabiendo, como nos decía Benedicto XVI que “la fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, una persona que da a la vida un nuevo horizonte… " (3-10-2007).
Compartan con mansedumbre la
esperanza que hay en sus corazones (cf. 1 P 3,15-16)
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro tiempo, marcado por la
desinformación y la polarización, donde pocos centros de poder controlan un
volumen de datos e informaciones sin precedentes, me dirijo a ustedes
convencido de cuán necesario —hoy más que nunca— sea su trabajo como periodistas
y comunicadores. Su valiente compromiso es indispensable para poner en el
centro de la comunicación la responsabilidad personal y colectiva hacia el
prójimo.
Pensando en el Jubileo el que celebramos este año como un
período de gracia en un tiempo tan turbulento, quisiera con este Mensaje
invitarlos a ser comunicadores de esperanza, comenzando por una renovación de
su trabajo y misión según el espíritu del Evangelio.
Desarmar la comunicación
Hoy en día, con mucha frecuencia la
comunicación no genera esperanza, sino miedo y desesperación, prejuicio y
rencor, fanatismo e incluso odio. Muchas veces se simplifica la realidad para
suscitar reacciones instintivas; se usa la palabra como un puñal; se utiliza
incluso informaciones falsas o deformadas hábilmente para lanzar mensajes
destinados a incitar los ánimos, a provocar, a herir. Ya he afirmado en varias
ocasiones la necesidad de “desarmar” la comunicación, de purificarla de la
agresividad. Reducir la realidad a un slogan nunca produce
buenos frutos. Todos vemos cómo —desde los programas de entrevistas hasta las
guerras verbales en las redes sociales— amenaza con prevalecer el paradigma de
la competencia, de la contraposición, de la voluntad de dominio y posesión, de
manipulación de la opinión pública.
Existe también otro fenómeno
preocupante, que podríamos definir como la “dispersión programada de la
atención” a través de los sistemas digitales, que, al perfilarnos según las
lógicas del mercado, modifican nuestra percepción de la realidad. De esa manera
asistimos, a menudo impotentes, a una especie de atomización de los intereses,
y esto termina minando las bases de nuestro ser comunidad, la capacidad de
trabajar juntos por el bien común, de escucharnos, de comprender las razones
del otro. Parece entonces que identificar un “enemigo” contra el cual lanzarse
verbalmente sea indispensable para autoafirmarse. Y cuando el otro se convierte
en “enemigo”, cuando su rostro y su dignidad se oscurecen para humillarlo y
burlarse de él, también se pierde la posibilidad de generar esperanza. Como nos
ha enseñado don Tonino Bello, todos los conflictos “encuentran su raíz en la
disolución de los rostros” [1].
No podemos rendirnos ante esta lógica.
Esperar, en realidad, no es fácil
en absoluto. Decía Georges Bernanos que «sólo esperan los que han tenido el
valor de desesperar de las ilusiones y de las mentiras en las que encontraban
una seguridad que tomaban falsamente por esperanza. […] La esperanza es un
riesgo que correr. Incluso es el riesgo de los riesgos» [2].
La esperanza es una virtud escondida, constante y paciente. Sin embargo, para
los cristianos la esperanza no es una elección opcional, sino una condición imprescindible.
Como recordaba Benedicto XVI en la Encíclica Spe salvi, la esperanza
no es optimismo pasivo sino, por el contrario, una virtud “performativa”, es
decir, capaz de cambiar la vida: «Quien tiene esperanza vive de otra manera; se
le ha dado una vida nueva» (n. 2).
Dar razón con mansedumbre de la
esperanza que hay en nosotros
En la Primera carta de Pedro (cf.
3,15-16) encontramos una síntesis admirable donde la esperanza se pone en
relación con el testimonio y con la comunicación cristiana: «Glorifiquen en sus
corazones a Cristo, el Señor. Estén siempre dispuestos a defenderse delante de
cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen. Pero háganlo
con delicadeza y respeto». Quisiera detenerme en tres mensajes que podemos
deducir de estas palabras.
«Glorifiquen en sus corazones a
Cristo, el Señor»: la esperanza de los cristianos tiene un rostro, el rostro
del Señor resucitado. Su promesa de estar siempre con nosotros a través del don
del Espíritu Santo nos permite esperar contra toda esperanza y ver los rastros
del bien escondidos, incluso cuando todo parece perdido.
El segundo mensaje nos pide que
estemos preparados para dar razón de la esperanza que hay en nosotros. Es
interesante observar que el Apóstol invita a dar cuenta de la esperanza a
«cualquiera que les pida razón». Los cristianos, ante todo, no son aquellos que
“hablan” de Dios, sino aquellos que reflejan la belleza de su amor, una forma
nueva de vivir todas las cosas. Es el amor vivido el que suscita la pregunta y
exige la respuesta: ¿por qué viven así?, ¿por qué son así?
En la expresión de san Pedro encontramos,
finalmente, un tercer mensaje: que la respuesta a esta pregunta sea dada «con
delicadeza y respeto». La comunicación de los cristianos —pero también diría
que la comunicación en general— debería estar entretejida de mansedumbre, de
proximidad, al estilo de los compañeros de camino, siguiendo al mayor
Comunicador de todos los tiempos, Jesús de Nazaret, que a lo largo del trayecto
dialogaba con los dos discípulos de Emaús haciendo arder sus corazones por el
modo en el que interpretaba los acontecimientos a la luz de las Escrituras.
Por eso, sueño con una comunicación
que sepa hacernos compañeros de camino de tantos hermanos y hermanas nuestros,
para reavivar en ellos la esperanza en un tiempo tan atribulado. Una
comunicación que sea capaz de hablar al corazón, no de suscitar reacciones
pasionales de aislamiento y de rabia, sino actitudes de apertura y amistad;
capaz de apostar por la belleza y la esperanza aun en las situaciones
aparentemente más desesperadas; capaz de generar compromiso, empatía, interés
por los demás. Una comunicación que nos ayude a «reconocer la dignidad de cada
ser humano y [a] cuidar juntos nuestra casa común» (Carta enc. Dilexit nos, 217).
Sueño con una comunicación que no
venda ilusiones o temores, sino que sea capaz de dar razones para esperar.
Martin Luther King dijo: «Si puedo ayudar a alguien al pasar, si puedo alegrar
a alguien con una palabra o una canción, […] entonces mi vida no habrá sido en
vano» (3).
Para hacer esto debemos sanar de las “enfermedades” del protagonismo y de la
autorreferencialidad, evitar el riesgo de discursos inútiles. Lo que logra el
buen comunicador es que quien escucha, lee o mira pueda participar, pueda
sentirse incluido, pueda encontrar la mejor parte de sí mismo y entrar con estas
actitudes en las historias narradas. Comunicar de esa manera ayuda a
convertirse en “peregrinos de esperanza”, como dice el lema del Jubileo.
Esperar juntos
La esperanza es siempre un proyecto
comunitario. Pensemos por un momento en la grandeza del mensaje de este año de
gracia: todos estamos invitados —¡realmente todos!— a recomenzar, a permitirle
a Dios que nos levante, a dejar que nos abrace y nos inunde de misericordia. En
todo esto se entrelazan la dimensión personal y la comunitaria: emprendemos un viaje
juntos, peregrinamos junto con muchos hermanos y hermanas, cruzamos juntos la
Puerta Santa.
El Jubileo tiene muchas
implicaciones sociales. Pensemos, por ejemplo, en el mensaje de misericordia y
esperanza para los que viven en las cárceles, o en la llamada a la cercanía y a
la ternura hacia los que sufren y están marginados. El Jubileo nos recuerda que
cuantos trabajan por la paz «serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
Así nos abre a la esperanza, nos indica la exigencia de una comunicación
atenta, tranquila, reflexiva, capaz de indicar caminos de diálogo. Los animo,
por tanto, a descubrir y a contar las numerosas historias de bien escondidas
entre los pliegues de la crónica; a imitar a los buscadores de oro, que tamizan
incansablemente la arena en busca de la minúscula pepita. Es hermoso encontrar
estas semillas de esperanza y darlas a conocer. Ayuda al mundo a ser un poco
menos sordo al grito de los últimos, un poco menos indiferente, un poco menos
cerrado. Sepan encontrar siempre los destellos de bien que nos permiten
esperar. Esta comunicación puede contribuir a entretejer la comunión, a
hacernos sentir menos solos, a descubrir la importancia de caminar juntos.
No olvidar el corazón
Queridos hermanos y hermanas, ante
las vertiginosas conquistas de la técnica, los invito a cuidar sus corazones,
es decir, la vida interior. ¿Qué significa esto? Les dejo algunas pistas.
Ser mansos y no olvidar nunca el
rostro del otro; hablar al corazón de las mujeres y los hombres a cuyo servicio
está dirigido su trabajo.
No permitir que las reacciones
instintivas guíen la comunicación. Sembrar esperanza siempre, aun cuando sea
difícil, aun cuando cueste, aun cuando parezca no dar fruto.
Intentar practicar una comunicación
que sepa sanar las heridas de nuestra humanidad.
Dar espacio a la confianza del
corazón que, como una flor frágil pero resistente, no sucumbe ante las
inclemencias de la vida sino que florece y crece en los lugares más impensados:
en la esperanza de las madres que rezan cada día para ver a sus hijos regresar
de las trincheras de un conflicto; en la esperanza de los padres que migran
entre mil riesgos y peripecias en busca de un futuro mejor; en la esperanza de
los niños que logran jugar, sonreír y creer en la vida incluso entre los
escombros de las guerras y en las calles pobres de las favelas.
Ser testigos y promotores de una
comunicación no hostil, que difunda una cultura del cuidado, que construya
puentes y atraviese los muros visibles e invisibles de nuestro tiempo.
Contar historias llenas de
esperanza, teniendo en cuenta nuestro destino común y escribiendo juntos la
historia de nuestro futuro.
Todo esto pueden y podemos hacerlo
con la gracia de Dios, que el Jubileo nos ayuda a recibir en abundancia. Rezo
por esto y los bendigo a cada uno de ustedes y a su trabajo.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de
enero de 2025, memoria de san Francisco de Sales.
FRANCISCO
________________
(1) Cf. « La pace come ricerca del
volto», en Omelie e scritti quaresimali, Molfetta 1994, 317.
(2) Georges Bernanos, La libertad,
¿para qué ?, Madrid 1989, 91-92.
(3) Sermón “ The Drum Major Instinct”
(4 febrero 1968).