VAYAMOS AL ENCUENTRO pretende ser un blog para reafirmarse en la aventura de la fe cristiana, sabiendo, como nos decía Benedicto XVI que “la fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, una persona que da a la vida un nuevo horizonte… " (3-10-2007).
MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2022:
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo favorable para la renovación personal y
comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado.
Para nuestro camino cuaresmal de 2022 nos hará bien reflexionar sobre la
exhortación de san Pablo a los gálatas: «No nos cansemos de hacer el bien,
porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por
tanto, mientras tenemos la oportunidad (kairós), hagamos el bien a
todos» (Ga 6,9-10a).
1. Siembra y cosecha
En este pasaje el Apóstol evoca la imagen de la siembra y la cosecha, que a
Jesús tanto le gustaba (cf. Mt 13). San Pablo nos habla de
un kairós, un tiempo propicio para sembrar el bien con vistas a la
cosecha. ¿Qué es para nosotros este tiempo favorable? Ciertamente, la Cuaresma
es un tiempo favorable, pero también lo es toda nuestra existencia terrena, de
la cual la Cuaresma es de alguna manera una imagen (1). Con demasiada frecuencia prevalecen en nuestra vida la avidez y la soberbia, el
deseo de tener, de acumular y de consumir, como muestra la parábola evangélica
del hombre necio, que consideraba que su vida era segura y feliz porque había
acumulado una gran cosecha en sus graneros (cf. Lc 12,16-21).
La Cuaresma nos invita a la conversión, a cambiar de mentalidad, para que la
verdad y la belleza de nuestra vida no radiquen tanto en el poseer cuanto en el
dar, no estén tanto en el acumular cuanto en sembrar el bien y compartir.
El primer agricultor es Dios mismo, que generosamente «sigue derramando en
la humanidad semillas de bien» (Carta enc. Fratelli Tutti, 54). Durante la
Cuaresma estamos llamados a responder al don de Dios acogiendo su Palabra «viva
y eficaz» (Hb 4,12). La escucha asidua de la Palabra de Dios nos
hace madurar una docilidad que nos dispone a acoger su obra en nosotros
(cf. St 1,21), que hace fecunda nuestra vida. Si esto ya es un
motivo de alegría, aún más grande es la llamada a ser «colaboradores de Dios» (1
Co 3,9), utilizando bien el tiempo presente (cf. Ef 5,16)
para sembrar también nosotros obrando el bien. Esta llamada a sembrar el bien
no tenemos que verla como un peso, sino como una gracia con la que el Creador
quiere que estemos activamente unidos a su magnanimidad fecunda.
¿Y la cosecha? ¿Acaso la siembra no se hace toda con vistas a la cosecha?
Claro que sí. El vínculo estrecho entre la siembra y la cosecha lo corrobora el
propio san Pablo cuando afirma: «A sembrador mezquino, cosecha mezquina; a
sembrador generoso, cosecha generosa» (2 Co 9,6). Pero, ¿de qué
cosecha se trata? Un primer fruto del bien que sembramos lo tenemos en nosotros
mismos y en nuestras relaciones cotidianas, incluso en los más pequeños gestos
de bondad. En Dios no se pierde ningún acto de amor, por más pequeño que sea,
no se pierde ningún «cansancio generoso» (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279). Al igual que
el árbol se conoce por sus frutos (cf. Mt 7,16.20), una vida
llena de obras buenas es luminosa (cf. Mt 5,14-16) y lleva el
perfume de Cristo al mundo (cf. 2 Co 2,15). Servir a Dios,
liberados del pecado, hace madurar frutos de santificación para la salvación de
todos (cf. Rm 6,22).
En realidad, sólo vemos una pequeña parte del fruto de lo que sembramos, ya
que según el proverbio evangélico «uno siembra y otro cosecha» (Jn 4,37).
Precisamente sembrando para el bien de los demás participamos en la
magnanimidad de Dios: «Una gran nobleza es ser capaz de desatar procesos cuyos
frutos serán recogidos por otros, con la esperanza puesta en las fuerzas
secretas del bien que se siembra» (Carta enc. Fratelli tutti,196). Sembrar el bien
para los demás nos libera de las estrechas lógicas del beneficio personal y da
a nuestras acciones el amplio alcance de la gratuidad, introduciéndonos en el
maravilloso horizonte de los benévolos designios de Dios.
La Palabra de Dios ensancha y eleva aún más nuestra mirada, nos anuncia que
la siega más verdadera es la escatológica, la del último día, el día sin ocaso.
El fruto completo de nuestra vida y nuestras acciones es el «fruto para la vida
eterna» (Jn 4,36), que será nuestro «tesoro en el cielo» (Lc 18,22;
cf. 12,33). El propio Jesús usa la imagen de la semilla que muere al caer en la
tierra y que da fruto para expresar el misterio de su muerte y resurrección
(cf. Jn 12,24); y san Pablo la retoma para hablar de la
resurrección de nuestro cuerpo: «Se siembra lo corruptible y resucita
incorruptible; se siembra lo deshonroso y resucita glorioso; se siembra lo
débil y resucita lleno de fortaleza; en fin, se siembra un cuerpo material y
resucita un cuerpo espiritual» (1 Co 15,42-44). Esta esperanza es
la gran luz que Cristo resucitado trae al mundo: «Si lo que esperamos de Cristo
se reduce sólo a esta vida, somos los más desdichados de todos los seres
humanos. Lo cierto es que Cristo ha resucitado de entre los muertos como fruto
primero de los que murieron» (1 Co 15,19-20), para que aquellos que
están íntimamente unidos a Él en el amor, en una muerte como la suya (cf. Rm 6,5),
estemos también unidos a su resurrección para la vida eterna (cf. Jn 5,29).
«Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43).
2. «No nos cansemos de hacer el bien»
La resurrección de Cristo anima las esperanzas terrenas con la «gran
esperanza» de la vida eterna e introduce ya en el tiempo presente la semilla de
la salvación (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi 3; 7). Frente a la amarga
desilusión por tantos sueños rotos, frente a la preocupación por los retos que
nos conciernen, frente al desaliento por la pobreza de nuestros medios, tenemos
la tentación de encerrarnos en el propio egoísmo individualista y refugiarnos
en la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Efectivamente, incluso los
mejores recursos son limitados, «los jóvenes se cansan y se fatigan, los
muchachos tropiezan y caen» (Is 40,30). Sin embargo, Dios «da
fuerzas a quien está cansado, acrecienta el vigor del que está exhausto. […]
Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, vuelan como las águilas;
corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40,29.31). La
Cuaresma nos llama a poner nuestra fe y nuestra esperanza en el Señor
(cf. 1 P 1,21), porque sólo con los ojos fijos en Cristo
resucitado (cf. Hb 12,2) podemos acoger la exhortación del
Apóstol: «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9).
No nos cansemos de orar. Jesús nos ha enseñado que es
necesario «orar siempre sin desanimarse» ( Lc 18,1).
Necesitamos orar porque necesitamos a Dios. Pensar que nos bastamos a nosotros
mismos es una ilusión peligrosa. Con la pandemia hemos palpado nuestra
fragilidad personal y social. Que la Cuaresma nos permita ahora experimentar el
consuelo de la fe en Dios, sin el cual no podemos tener estabilidad (cf. Is 7,9).
Nadie se salva solo, porque estamos todos en la misma barca en medio de las
tempestades de la historia (2); pero,
sobre todo, nadie se salva sin Dios, porque sólo el misterio pascual de
Jesucristo nos concede vencer las oscuras aguas de la muerte. La fe no nos
exime de las tribulaciones de la vida, pero nos permite atravesarlas unidos a
Dios en Cristo, con la gran esperanza que no defrauda y cuya prenda es el amor
que Dios ha derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo
(cf. Rm 5,1-5).
No nos cansemos de extirpar el mal de nuestra vida. Que el ayuno corporal que la
Iglesia nos pide en Cuaresma fortalezca nuestro espíritu para la lucha contra
el pecado. No nos cansemos de pedir perdón en el sacramento de la
Penitencia y la Reconciliación, sabiendo que Dios nunca se cansa de
perdonar (3) No
nos cansemos de luchar contra la concupiscencia, esa fragilidad que nos
impulsa hacia el egoísmo y a toda clase de mal, y que a lo largo de los siglos
ha encontrado modos distintos para hundir al hombre en el pecado (cf. Carta
enc. Fratelli tutti, 166). Uno de estos
modos es el riesgo de dependencia de los medios de comunicación digitales, que
empobrece las relaciones humanas. La Cuaresma es un tiempo propicio para
contrarrestar estas insidias y cultivar, en cambio, una comunicación humana más
integral (cf. ibíd., 43) hecha de «encuentros reales»
(ibíd., 50), cara a cara.
No nos cansemos de hacer el bien en la caridad activa
hacia el prójimo. Durante
esta Cuaresma practiquemos la limosna, dando con alegría (cf. 2 Co 9,7).
Dios, «quien provee semilla al sembrador y pan para comer» (2 Co 9,10),
nos proporciona a cada uno no sólo lo que necesitamos para subsistir, sino
también para que podamos ser generosos en el hacer el bien a los demás. Si es
verdad que toda nuestra vida es un tiempo para sembrar el bien, aprovechemos
especialmente esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos cerca, para hacernos
prójimos de aquellos hermanos y hermanas que están heridos en el camino de la
vida (cf. Lc 10,25-37). La Cuaresma es un tiempo propicio para
buscar —y no evitar— a quien está necesitado; para llamar —y no ignorar— a
quien desea ser escuchado y recibir una buena palabra; para visitar —y no
abandonar— a quien sufre la soledad. Pongamos en práctica el llamado a hacer el
bien a todos, tomándonos tiempo para amar a los más pequeños e
indefensos, a los abandonados y despreciados, a quienes son discriminados y
marginados (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 193).
3. «Si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos»
La Cuaresma nos recuerda cada año que «el bien, como también el amor, la
justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser
conquistados cada día» (ibíd, 11). Por tanto, pidamos a Dios
la paciente constancia del agricultor (cf. St 5,7) para no
desistir en hacer el bien, un paso tras otro. Quien caiga tienda la mano al
Padre, que siempre nos vuelve a levantar. Quien se encuentre perdido, engañado
por las seducciones del maligno, que no tarde en volver a Él, que «es rico en
perdón» (Is 55,7). En este tiempo de conversión, apoyándonos en la
gracia de Dios y en la comunión de la Iglesia, no nos cansemos de sembrar el
bien. El ayuno prepara el terreno, la oración riega, la caridad fecunda. Tenemos
la certeza en la fe de que «si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos» y de
que, con el don de la perseverancia, alcanzaremos los bienes prometidos
(cf. Hb 10,36) para nuestra salvación y la de los demás
(cf. 1 Tm 4,16). Practicando el amor fraterno con todos nos
unimos a Cristo, que dio su vida por nosotros (cf. 2 Co 5,14-15),
y empezamos a saborear la alegría del Reino de los cielos, cuando Dios será
«todo en todos» (1 Co 15,28).
Que la Virgen María, en cuyo seno brotó el Salvador y que «conservaba todas
estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19) nos
obtenga el don de la paciencia y permanezca a nuestro lado con su presencia
maternal, para que este tiempo de conversión dé frutos de salvación eterna.
Roma, San Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2021,
Memoria de san Martín de Tours, obispo.
FRANCISCO
(1) Cf. S. Agustín, Sermo, 243, 9,8; 270, 3; Enarrationes
in Psalmos, 110, 1.
(2) Cf. Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemis (27 de marzo de 2020).
(3) Cf. Ángelus del 17 de marzo de 2013.
LISTA DE VÍDEOS SOBRE LA CUARESMA 2022.
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