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viernes, 19 de abril de 2024

LOS SANTOS MISIONEROS SON BRÚJULAS EN LA MISIÓN.







 LOS SANTOS MISIONEROS SON BRÚJULAS EN LA MISIÓN.


 







INTRODUCCIÓN AL BLOG







    VAYAMOS AL ENCUENTRO pretende ser un blog para reafirmarse en la aventura de la fe cristiana, sabiendo, como nos decía Benedicto XVI que “la fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, una persona que da a la vida un nuevo horizonte… " (3-10-2007).

En  los orígenes del Cristianismo tenemos una experiencia muy precisa, la experiencia de unos hombres y mujeres, tocados y atraídos por Jesús de Nazaret, el Cristo, cuyas vidas  se convirtieron en magníficas y distintas desde ese momento, alcanzando cotas de perfección y santidad increíbles a pesar de su debilidad.


            En medio de sus afanes escucharon un na voz que les gritaba: "¡Ven y sígueme!" Una voz que se sigue oyendo en la dinámica del mundo y en la existencia de cada hombre y mujer, deseoso de encontrar un sentido global y permanente a su historia.

            ¡Si, este reclamo a seguir al Nazareno se prolonga desde el principio hasta nuestros días, y continuará hasta el final del tiempo!

La señal de la presencia del Resucitado son los santos. Los santos palpan de vez en cuando la perfección suprema de Dios y nos recuerdan a los humanos que el mal puede ser vencido solamente con sacrificio, constancia y confianza.


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SEDUCIDOS POR EL CAMINO


 LOS SANTOS MISIONEROS SON BRÚJULAS EN LA MISIÓN.






       Conoce aquellos hombres y mujeres que son brújula y la orientación en la Misión.
    Los santos misioneros son "Brújulas en el Camino de la Evangelización" y "Veredas para la Misión". 
        No olvides a estos grandes misioneros: San Francisco Solano, San Francisco Javier, Santa Teresita del Niño Jesús, Santo Domingo de Henares, Beato Nicolás María Alberca. 
       ¡Conoce la vida de estos grandes misioneros!


  

      

 1.-SAN FRANCISCO SOLANO



      San Francisco Solano vivió toda su vida y realizó su misión siguiendo Cristo en los detalles más resaltantes de su vida. De aquí que podemos tenerlo como modelo de discípulo y misionero, plenamente vigente en nuestros días. Desde muy joven aprendió a caminar por la periferia, por lo marginal por lo insignificante llegando a ver ahí a Dios y desenvolviéndose en esos campos con una soltura impresionante y con una alegría que no tiene explicación si no es vista con los ojos limpios a los que hace referencia el Evangelio.

Francisco Solano, llamado "el Taumaturgo del nuevo mundo", por la cantidad de prodigios y milagros que obtuvo en Sudamérica, nació en 1549, en Montilla, Andalucía, España. Fue el tercer hijo de Mateo Sánchez Solano y Ana Jiménez. Sus dos hermanos se llamaban Diego e Inés. Creció en un hogar noble y cristiano donde se apreciaba más la hidalguía del espíritu que la de la sangre.

Montilla era un lugar eminentemente religioso. Seguramente, Solano conoció a San Juan de Ávila, que murió cuando Francisco tenía veinte años. En aquella época, había en Montilla docena y media de iglesias, así como cinco conventos y numerosas cofradías.

Francisco estudió con los Jesuitas, pero entró a la comunidad Franciscana porque le atraían mucho la pobreza y la vida tan sacrificada de los religiosos de esa Orden; por ello, decidió ingresar como novicio en el convento franciscano de San Lorenzo, situado en la Huerta del Adalid, Montilla (Córdoba). Era un lugar de enorme belleza natural, con abundantes árboles, plantas y flores, jazmines, un estanque con peces, caza menor y pájaros. En medio de este paraíso natural, había varias ermitas esparcidas que invitaban a la oración y la contemplación.

En el convento la disciplina era muy estricta, conforme a la regla primitiva. Los novicios franciscanos pasaban la mayor parte del tiempo dedicados al silencio y la meditación. Hablaban muy poco, siempre de dos en dos, en voz baja y no por mucho tiempo. En cuanto a la meditación, había tres turnos diarios de media hora de duración cada uno.

Francisco era muy virtuoso, paciente y humilde. Dormía siempre en el suelo, sobre una cobija o un cañizo de palos. Usaba un cilicio durante todo el año. Andaba descalzo a no ser que estuviera enfermo y solo comía legumbres y fruta. Se excedía a menudo en la práctica de mortificaciones y penitencias, con el resultado durante toda su vida de una salud débil y quebrantada. El día 25 de abril de 1570 hizo profesión religiosa para ser fraile de coro. Tenía entonces veintiún años.

En 1572 fue destinado al convento sevillano de Nuestra Señora de Loreto, donde cursó estudios de Filosofía y Teología. En Loreto, la observancia regular era también muy estricta. Los maestros que más influyeron en el joven Francisco fueron dos: el teólogo y humanista fray Luis de Carvajal y el músico y científico padre Juan Bermudo. Durante su largo período de formación, Solano no solo se instruyó en la teología de San Buenaventura, sino que tuvo ocasión de desarrollar sus dotes innatas para la música y el canto.

En 1576 fue ordenado sacerdote. Asistió su padre, pero no así su madre, que se encontraba enferma y casi ciega. Lo nombraron vicario de coro, es decir, encargado de dirigir el rezo y los cantos del oficio divino. Amante de la austeridad y la pobreza, Solano se hizo una pequeña celda en las inmediaciones del coro, en un diminuto rincón en el que apenas cabía. La celda estaba hecha de cañas y barro cocido, con un pequeño agujero que servía de ventana para poder rezar y estudiar.

Una vez terminados los estudios de teología, fue nombrado predicador, labor que desarrolló en pueblos cercanos, y que resultaría determinante en su futuro como misionero. La tarea de predicar no era fácil, y requería estudio continuo y dedicación permanente. Posteriormente, fue nombrado también confesor.

Hay que decir que la primera intención del santo era la de ser mártir. Solicitó sin éxito ser destinado a Berbería para morir en el intento de evangelizar a los africanos. En vista de la negativa de sus superiores, Solano se fijó otra meta: América; pero tuvo que esperar algún tiempo antes de poder ver realizado su deseo de convertirse en misionero.

En 1579, la muerte de su padre le hizo volver temporalmente a Montilla para visitar a su madre. Sin embargo, su estancia se prolongó más de lo previsto debido a una epidemia mortal que afectó incluso a varios frailes del convento franciscano. Allí realizó varias curaciones inexplicables que dieron comienzo a su fama como milagrero. Durante su estancia en su tierra natal obró la curación milagrosa de algunos enfermos. La noticia de estos prodigios enseguida se extendió por la ciudad, lo que llevó al pueblo a aclamarle como santo. Empezó entonces una de sus batallas más grandes, que trabó hasta su último aliento: la de no permitir que le atribuyeran a su persona las alabanzas debidas a Dios. Sin embargo, cuanto más se esquivaba de los elogios, más era exaltado.

En 1581, Francisco Solano fue destinado como vicario y maestro de novicios al convento cordobés de la Arruzafa, donde solía visitar a los enfermos incluso desatendiendo algunas horas de oración, y recomendaba a los más jóvenes que tuvieran paciencia en los trabajos y adversidades.

En 1583, fue trasladado a San Francisco del Monte, en Adamuz (Córdoba), en plena Sierra Morena, a 30 kilómetros al noreste de Córdoba. Era un paraje de gran hermosura. Allí comía sopas de pan con agua, vinagre y un casco de cebolla. Una de las cosas que Solano intentó imitar de San Francisco de Asís era su relación especial con los animales. Siempre le acompañaron los signos milagrosos que el pueblo comenta y que él buscaba cómo tapar y que la alabanza fuera solo para Dios.

Hubo entonces una terrible epidemia de peste en Andalucía que afectó con especial virulencia a la ciudad de Montoro (Córdoba). Durante un mes, y en compañía de fray Buenaventura Núñez, Francisco fue a cuidar a los enfermos, que eran llevados fuera del pueblo a la Ermita de San Sebastián. Ambos frailes prestaban servicio a los afectados y les hacían las camas, los sacramentaban y ayudaban a morir, y después los enterraban. Los dos se contagiaron de la enfermedad, pero Solano logró curarse. En Montoro, el nombre de una calle recuerda la labor humanitaria llevada a cabo por el santo.

De su estancia en Granada cabe señalar que iba a predicar a las cárceles y que visitaba a los enfermos del Hospital de San Juan de Dios. Poco después, el rey Felipe II pidió a los franciscanos que enviaran misioneros a Sudamérica. Finalmente, y para alegría suya, Francisco fue el elegido para la misión de extender la religión en estas tierras. Le asignaron una misión en la Gobernación del Tucumán, en el Nuevo Mundo, hacia donde embarcó el 13 de mayo de 1589. Aunque debido a un naufragio y a otros contratiempos, acabó arribando unos meses después en Paita, Perú. Solamente llegaría a Santiago del Estero, capital de la provincia a la que había sido destinado, el 15 de noviembre de 1590, tras un largo y penoso recorrido, comenzando a los 41 años de edad su vida de misionero.

Fray Francisco Solano recorrió el continente americano durante 20 años predicando, especialmente a los indios. Pero su viaje más largo fue el que tuvo que hacer a pie, con incontables peligros y sufrimientos, desde Lima hasta Tucumán (Argentina) y hasta las pampas y el Chaco Paraguayo. Más de 3.000 kilómetros y sin ninguna comodidad. Solo confiando en Dios y movido por el deseo de salvar almas.

En las aldeas de Socotonio y Magdalena, a donde fue enviado como predicador, aprendió en menos de quince días el complicado dialecto tonocoté. Lo hablaba con impresionante fluidez, llegando a expresarse con más perfección que muchos nativos. Nada le detenía en la conquista de almas para Cristo. Se exponía a grandes peligros yendo a la búsqueda de los indígenas que vivían en la selva y, ya sea para alimentarles la fe, ya para auxiliarlos en sus necesidades materiales, prodigaba milagros por donde pasaba. Entre otros innumerables portentos, hacía brotar manantiales en lugares desérticos, amansaba animales feroces, curaba enfermos, proveía de alimentos en épocas de escasez.

Con todo, sin lugar a duda, sus mayores milagros eran los que se operaban en el interior de las almas: "El padre Solano amaba a los indios, les hablaba en su lengua y ellos le respondían y se convertían por millares". Su singular instrumento de piedad y apostolado, el violín, era complemento indisociable de un original y eficaz método de evangelización, que consistía en intercalar las predicaciones con animadas melodías, ora ejecutadas con el arco y las cuerdas, ora cantadas con su hermosa voz. Maravillados, los indígenas se abrían a la acción de la gracia y enseguida surgía el corolario esperado por el apóstol: el deseo de recibir el Bautismo. La misma voz que les había atraído por el arte de la música y les enseñó las verdades de la fe, cumplía la más alta de sus finalidades, al administrarles los sacramentos. Así, los preciosos talentos confiados al siervo bueno y fiel rendían ciento por uno, y paulatinamente la luz de la Iglesia se iba extendiendo por aquellas comarcas, venciendo las tinieblas del paganismo.

Los nativos, expresando su gran fe, respeto y veneración, "se le hincaban de rodillas a besarle el hábito y la mano en cualquier parte donde le veían y en los caminos; y el padre era tan piadoso con ellos que viéndolos se apeaba de la cabalgadura y los abrazaba y agasajaba, y daba de lo que llevaba". Después de años de fecundo apostolado recibió en 1595 la orden de dirigirse a Lima, para fundar allí un nuevo convento franciscano. Siempre dócil a sus superiores obedeció con prontitud.

San Francisco Solano misionó por más de 14 años por el Chaco Paraguayo, por Uruguay, el Río de la Plata, Santa Fe y Córdoba de Argentina, siempre a pie, convirtiendo innumerables indígenas y también muchísimos colonos españoles. Su paso por cada ciudad o campo era un renacer del fervor religioso.

Llegado a Lima, Francisco fue nombrado Guardián del Convento de la Recolección. Como siempre, se resistió todo lo que pudo antes de aceptar cualquier cargo de responsabilidad, exagerando de manera deliberada su propia incapacidad para gobernar, pero finalmente tuvo que acatar la autoridad de sus superiores.

Su obsesión por la pobreza era tal que no quería que se blanqueara o enladrillara la casa, ni que se pulieran las puertas y ventanas. En su celda, tan solo tenía un camastro, una colcha, una cruz, una silla y mesa, un candil y la Biblia junto con algunos otros libros. Era el primero en todo, y jamás ordenó una cosa que no hiciera él antes.

Sus consejos eran prudentes, y cuando tenía que reprender a alguno de los demás frailes, lo hacía con gran celo y caridad. Sus excesivas penitencias y su espíritu de oración no le impedían ser alegre con los demás. Solano era también el santo de la alegría.

En 1601, fue elegido secretario y acompañante del superior provincial, cargo en el que duró menos de un año. En uno de los viajes casi se muere por el camino, y en vista de su delicado estado de salud, se le asignó un nuevo destino: la ciudad de Trujillo, fundada por Francisco Pizarro apenas medio siglo antes de la llegada de Solano al Perú.

En Trujillo buscaba Solano un poco de paz y tranquilidad, y sobre todo apartarse de la gran fama que tenía en Lima. Se dedicaba a visitar a los enfermos, en especial a una anciana leprosa a la que a menudo llevaba regalos. En casa de otra enferma, había un árbol junto a la ventana en el que un pajarillo cantaba deliciosamente solamente cuando iba Solano.

Predicaba en el hospital de la ciudad y también visitaba a los presos, para hablar con ellos, confesarlos y ayudarlos a bien morir. Para rezar, se refugiaba en la huerta del convento, en la que había numerosos pajarillos. Eran tantos que cuentan que Solano les daba de comer por turnos, y que los que comían se apartaban para que pudieran comer los otros. Su amor por la pobreza era tan grande que no consentía en cambiar de zapatos, sino solo en remendarlos, de manera que el zapatero tuvo que engañarlo y se quedó con los antiguos zapatos como reliquia.

En 1604, de nuevo volvió a Lima como Guardián, ciudad donde pasaría los últimos años de su vida. A pesar de su precario estado de salud, continuaba haciendo grandes penitencias y pasaba noches enteras en oración. Sus visitas a la enfermería se hicieron cada vez más frecuentes.

Sin embargo, iba a menudo a visitar a los enfermos o salía a las calles a predicar con su pequeño rabel y una cruz en las manos. Así conseguía juntar a un gran número de personas y las congregaba en la plaza mayor, donde se dirigía a la muchedumbre en alta voz. Su predicación se fundamentaba en citas bíblicas y en la doctrina de los Padres de la Iglesia.

Predicaba en todas partes: en los talleres artesanales, en los garitos, en las calles, en los monasterios e incluso en los corrales de teatro. Especial significado tuvo su oposición a ciertos espectáculos teatrales en los que a su juicio se ofendía a Dios. En España se había producido una corriente de opinión en contra de este género, y muchos artistas se tuvieron que desplazar hacia el Nuevo Mundo, donde gozaban de mayor aceptación popular. En Lima había tres compañías de comedias. Solano entraba en los corrales con un Cristo en la mano y mucha gente le seguía abandonando el lugar. Más de una vez consiguió que hubiera que anular la representación, porque con él se iba todo el mundo.

En octubre de 1605, Solano pasó a la enfermería del convento. Postrado y gravemente enfermo del estómago, apenas si podía salir a predicar y a visitar a los enfermos. Procuraba asistir a la comida en el refectorio junto con los demás frailes, pero comía muy poco, tan solo unas hierbas cocidas. Además, seguía excediéndose en sus penitencias y no miraba por su delicada salud.

En octubre de 1609, hubo un terremoto en la ciudad de Lima. La primera sacudida fue de noche, pero después se produjeron hasta 14 nuevos temblores de tierra. Cuentan que el agua se derramaba de las fuentes y que las campanas tocaban solas. Las iglesias se llenaron de gente. Solano salió a predicar, aunque apenas si podía tenerse en pie.

Durante su última enfermedad, le trataron cuatro médicos. Solano era poco más que un esqueleto viviente. Tenía mucha fiebre y fortísimos dolores de estómago. Finalmente murió el 14 de junio de 1610, día de San Buenaventura. Dicen que ese día los pájaros se despidieron de él cantando junto a la ventana de su celda desde por la mañana temprano. Murió a las once y tres cuartos de la mañana. Ese mismo día y a la misma hora se produjo un extraño toque de campanas en el convento de Loreto. Su cuerpo fue trasladado al oratorio de la enfermería, donde acudió gran cantidad de gente a venerarlo. Allí mismo fue retratado por dos pintores. A su entierro asistieron unas 5.000 personas.

Hombre capaz de mover multitudes a la conversión y de enternecerse con el canto de un pajarillo, dotado de espíritu altamente contemplativo y al mismo tiempo impulsor de osadas acciones misioneras, San Francisco Solano dejó un ejemplo de vida que atraviesa los siglos, como promesa de un grandioso porvenir para América.

2.-SANTO DOMINGO DE HENARES


Domingo Vicente Nemesio es el nombre que recibió en la pila bautismal el hijo de Pablo Henares Vázquez y de Francisca de Zafra Cubero y Roldán. Nació el 19 de diciembre de 1766 en la villa de Baena, fue bautizado en la parroquia de San Bartolomé por el párroco D. Pedro Faustino de Heredia.

Muy niño pasó con sus padres y hermanos a vivir a Granada, donde comenzó a estudiar los rudimentos escolares y progresar en latinidad. Solo con estas cualidades podría acceder al hábito dominicano en el convento de Santa Cruz la Real, de Granada.

No contaba todavía diecisiete años cuando vistió el hábito dominicano. Según el Acta de tomas de hábito, se sabe que el 30 de agosto de 1783 tomó el hábito “para religioso de coro y como hijo del Real Convento de N. P. S. Domingo de la ciudad de Guadix, el hermano Fray Domingo Vicente Henares, alias de San Carlos Borromeo”.

Pasado el año de noviciado, fue examinado el 19 de julio de 1784 y aprobado para que pudiera emitir la profesión religiosa, acto que se realizó el 31 de agosto de ese mismo año, dando así inicio a su formación escolástica. Un año más tarde, mientras continuaba sus estudios de Artes, abandonó aquel convento y se incorporará a la 41.ª misión de dominicos rumbo al Oriente.

Fray Domingo Henares partió con su grupo del Hospicio de Puerto Real el 19 de septiembre de 1785. Diez días más tarde se embarcó en el navío San Felipe para iniciar una travesía que, en sus propias palabras fue “una navegación feliz. No hemos tenido ninguna tormenta, ni calma considerable. Siempre hemos ido viento en popa”. Por negocios encomendados al capitán, el viaje hizo escalas en San Juan de Puerto Rico (8 de noviembre) y La Habana (10 de diciembre), hasta llegar el 15 de enero de 1786 al puerto de Veracruz. Allí mismo recibieron el aviso de que en Acapulco el galeón filipino se aprestaba para salir a principios del mes siguiente rumbo a Manila. Sin dilación se procuró que la expedición se encaminase a Acapulco.

Llegaron el 23 de febrero de 1786 y, tras unos pocos días para restablecer fuerzas y ultimar algunos preparativos, se hacían a la mar el 7 de marzo en la fragata San José, y tras cuatro meses de navegación, llegaron a Cavite el 9 de julio. Tras unos días de descanso, el 21 de julio de 1786 fray Domingo entró en el convento de Santo Domingo de Manila. Seguía siendo un joven estudiante.

La Universidad de Santo Tomás se ocupó de formarle en Artes y Teología. Vio partir a sus compañeros de expedición, pero él tuvo que dedicarse a estudiar, orar y prepararse a conciencia para el recto desempeño de sus funciones misioneras. Por una carta a su padre, escrita el 10 de enero de 1787, fray Domingo dice que le quedaban todavía cuatro años de estudios.

Fue ordenado sacerdote en Vigan (Ilocos Sur) en septiembre de 1789 y cantó su primera misa en Lingayen (Pangasinan). Es posible que en ese verano concluyera su carrera, pues de inmediato aparece su asignación a las misiones de la región norte del actual Vietnam. Fray Domingo Henares tenía una mente clara, con una notoria capacidad para el estudio. Confirma esa capacidad el hecho de ser nombrado profesor de Humanidades en Santo Tomás, al tiempo que concluía sus estudios de Teología. La elección y destino a la docencia requería una preparación sólida y una excelencia en el cultivo de las letras humanas.

Pero su destino eran las misiones del Vietnam. El 20 de septiembre de 1789 fue enviado a aquel país. Pocos días más tarde llegó a Macao. Desde allí escribió a su padre el 11 de marzo de 1790: Macao era la antesala de China y el Tunkin, pero también era el lugar donde se probaba la paciencia de los misioneros. Las comunicaciones eran raras, aparte que la prohibición de entrada en el país y la vigilancia sobre los puertos y costas era estricta. La cerrazón a admitir pasaje con tal destino hacía infranqueable el muro del Tunkin.

El 10 de octubre de 1790 abandonó Macao, y tras 18 días de navegación, llegó a las costas del país. Aprendida la lengua, se dedicó con entusiasmo al apostolado en una misión siempre comprometida. Su sensibilidad apostólica se manifestó especialmente con los marginados y pobres, pero de una manera práctica y efectiva: se desprendía de cuanto tenía algún valor para comprar telas que por la noche cosía y remendaba para vestir a los pobres. Pero donde se encuentra la piedra de toque de su sensibilidad social es en los extremos más débiles: los niños y los ancianos.

De él dice su ilustre biógrafo (el santo obispo y mártir, fray Jerónimo Hermosilla): “Era de una extremada pureza de vida, de un celo incansable por la salvación de las almas, de una singular piedad [...], de una pobreza verdaderamente evangélica para sí, y de una prodigiosa liberalidad para con los desgraciados”.

Vietnam vivía una paz tímida durante los años 1790-1825, paz que contribuyó poderosamente al crecimiento de la Iglesia. La difusión de la fe cristiana contrastaba con la pobreza de sacerdotes. Su Santidad Pío VII le nombró el 9 de septiembre de 1800 vicario de monseñor Ignacio Delgado y obispo titular de Fez.

Este nombramiento fue una gracia especial del Papa, sin intervención o recomendación de nadie. Las bulas fueron recibidas el 28 de septiembre de 1802, pero tardó en aceptar la eminencia que se le otorgaba. Finalmente, el 9 de enero de 1803, “después de hacer ejercicios espirituales por tres veces y sujetándome al parecer del vicario provincial, juzgó necesario arrimar el hombro y someterse, no sin mucho temor, a tan pesada carga”. Fue consagrado obispo en Phu-Nhay.

Poseía conocimientos de medicina y astronomía, ciencias muy apreciadas en Oriente, lo que le valió el respeto de las clases altas de la sociedad de aquellas tierras. Lejos de engreírse, puso sus conocimientos y la bondad de su carácter al servicio de todos, en especial de los más humildes, siendo llamado el Padre de los Pobres. Su entrega llegaba hasta el punto de que en las horas de descanso se ocupaba de remendar vestidos que luego repartía entre los necesitados.

Aprovechando el clima que se respiraba en Tunkin, fray Domingo, como misionero, no se dispensaba el menor sacrificio: cruzaba el vicariato en todas las direcciones, llegando a pasar meses enteros acompañado de los que él llamaba “sus familiares”, internado en los lugares más inhóspitos de la montaña. De octubre de 1815 a mayo de 1816 convivió con las gentes de la montaña en una continua misión apostólica, que se hubiera prolongado de no caer enfermo de “anasarca”, como él mismo la denominó. La enfermedad era indolora y no le impedía realizar las funciones normales, pero exigía un tratamiento prolongado. De repente se agravó, y el 17 de septiembre estuvo a las puertas de la muerte.

Las consecuencias de la enfermedad le acompañaron ya siempre, pero no por ello cejó en su tarea pastoral ni en sus estudios. Durante esa época andaba metido en investigaciones astrológicas, con tablas y ruedas de eclipses, elaboradas por él, con algunos procedimientos muy simples (carta del 14 de febrero de 1819). También ocupaba su tiempo en la lectura de tratados de medicina.

A Tien-Chu, su residencia habitual, llegaron noticias de persecución. El año 1823 amaneció con síntomas de tormenta. A oídos de fray Domingo llegaron los ecos de las maquinaciones del rey Minh-Manh (conocido como el Nerón vietnamita): quería terminar con la religión extranjera y para ello se propuso localizar a los misioneros europeos, convocarlos con cualquier pretexto y expulsarlos del país y prohibir la creencia y práctica del cristianismo. En un primer momento, estos propósitos fueron frenados por la reina madre.

Así lo escribió Domingo Henares en la carta de 21 de agosto -11 de septiembre de 1823, pero no pasó mucho tiempo antes que la persecución se desató. El 4 de abril de 1827 se enviaba a los mandarines un edicto en el que se ordenaba detener a todos los sacerdotes y catequistas. A aquéllos, se les condenaba al destierro; a éstos, se les castigaba con ochenta azotes.

Ante el peligro que suponía para los cristianos, los misioneros optaron por la sabia precaución de mudar constantemente de residencia, a veces escondiéndose en los lugares más inverosímiles y ocupándose en tareas humildes para así acercarse a sus fieles. Los refiere Henares en carta del 24 de mayo de 1827: “Después de dos días, busqué otra guarida entre cristianos. Desde enero he mudado ya de mansión once veces, y, según va la cosa, en poco tiempo excederán a las que hicieron los israelitas en el desierto”.

Aún estaba por desencadenarse lo más crudo. Los decretos de 8 de enero de 1833 van preparando el camino a la gran persecución estipulada el 23 de enero de 1836 y que habría de ser el final del dominico. Para no comprometer a los cristianos de Kien-Loao, trató de navegar hacia otra provincia, pensando que el mar le ocultaría, pero se encontró con un recio temporal que le devolvió a la costa. Todo sucedió con rapidez. El 11 de junio fue conducido a Nam Dinh junto con sus dos compañeros. A él, seguramente por la debilidad de la vejez, lo conducían encerrado en una jaula, seguido de sus compañeros que iban a pie cargados de cadenas. Nada más llegar fue condenado a muerte: “Que este europeo, que es Domingo, maestro principal de la religión, llamado Danh-Trum-Hai, sea sacado fuera de la ciudad, le sea cortada la cabeza sin remisión, y que ésta se ponga después en una pica y sea expuesta al público, para que la gente lo sepa y se arranque de raíz aquella religión”. La sentencia fue confirmada por el Rey el día 19, y ejecutada en Sanh-Vi-Hoanh el 25 de junio de 1838. Fue decapitado junto a Francisco Chieu.

San Jerónimo Hermosilla, decapitado veintitrés años después, dejó escrito el siguiente elogio de santo Domingo Henares: «Pureza extrema de vida, celo insaciable por la salvación de las almas, sed ardiente del martirio, evangélicamente pobre para sí mismo y prodigiosamente generoso con los necesitados».

Allí fue apresado el 9 de junio de 1838, encerrado en una jaula de cañas y llevado a Sanh-Vi-Hoanh. El 11 de junio, enterrado el cuerpo, su cabeza fue colocada en lo alto de una pica para que sirviera de escarmiento. Algunos días después fue arrojada al río en un cesto con piedras, pero la Providencia quiso que tres días después apareciera enganchada en la red de un pescador cristiano.

Durante cuarenta y ocho años se había entregado por completo al servicio de Dios y de aquellas gentes. Se ocupó de la formación del clero indígena y de los jóvenes dominicos nativos, al tiempo que realizó las tareas apostólicas. Identificado plenamente con los naturales de la extensa región, pasó con ellos los atroces azotes de las inundaciones, epidemias y guerras, con sus secuelas de hambre y pillaje. Sus bastos conocimientos médicos prestaron excelentes servicios a los tonquinos y le merecieron ser respetado por la clase intelectual y los mismos mandarines del país.

Santo Domingo de Henares fue un testigo fiel de Jesús con su vida y su palabra. Vivió evangélicamente su consagración bautismal, religiosa, sacerdotal y episcopal, siendo el hombre de Dios y el amador de sus hermanos los hombres. De su intimidad con Dios, que apoyaba en una vida de oración intensa, brotaba, como de su fuente, su caridad, su bondad, su paciencia, su prudencia, su alegría, su identificación con los pobres.

Santo Domingo Henares vivió la íntima relación estudio-misión que profesa el carisma dominicano. La formación intelectual solo tiene sentido cuando se convierte en canal de humanización. Los sistemas educativos deben tener la misión de ser guardianes de la justicia y la sana convivencia humana. Hizo de su vida un acto de servicio a sus semejantes cuidando de llevar el consuelo a sus almas y el alimento a sus cuerpos. Fue testigo ejemplar del amor a Dios y al prójimo.

León XIII lo declaró beato el 27 de mayo de 1900. Más tarde, san Juan Pablo II lo proclamó santo el 19 de junio de 1988.

   3.-BEATO NICOLÁS MARÍA ALBERCA


Nació en Aguilar de la Frontera (Córdoba) el 10 de septiembre de 1830, en el seno de un hogar profundamente cristiano, formado por los esposos Manuel Alberca y María Valentina Torres. No tuvieron los padres del Beato mayor empeño que la educación cristiana de su numerosa prole, ni mayor satisfacción que la de ofrecer al Señor seis de los diez hijos que de Él recibieron.

Educado en un ambiente tan cristiano no es extraño que su alma, iluminada por la gracia del Espíritu Santo, oyese el llamamiento del Señor y generosamente lo siguiese. Desde la niñez estuvo Nicolás María dotado de una piedad sólida y ferviente. Los años de la pubertad y la vida de trabajo asalariado, probaron que el gusto por las cosas de Dios estaba muy enraizado en su alma. Terminada la instrucción primaria, se puso a trabajar, ya que la situación económica de la familia no le permitía el lujo de seguir una carrera. Empezó de dependiente en un comercio. Pero, como el empleo no le dejaba tiempo para sus ejercicios piadosos, lo dejó y se dio a las tareas agrícolas, ayudando primero a su padre y luego a un tío suyo. Para poderse dedicar por completo a los libros, hubo de esperar hasta después del noviciado, es decir, a los 26 años cumplidos.

Entonces convivió y trabó íntima amistad con un primo suyo, José María Luque, de iguales inclinaciones que él. Juntos trabajaban la tierra y juntos ocupaban los ocios en actos de piedad. Por su amigo sabemos que el futuro mártir frecuentaba los sacramentos y era aficionadísimo a la lectura del Año Cristiano, entusiasmándole las vidas de los santos, en especial las gestas de los mártires. Gustaba de las dulzuras de la soledad. Al empezar cualquier obra la ofrecía a Dios y en los casos difíciles acudía a la oración, encomendándose a sus santos predilectos, cuyo patrocinio imploraba con novenas y súplicas. Deseaba ser sacerdote, pero la situación económica de la familia le impedía cursar los estudios eclesiásticos. Tampoco podía ingresar en una orden religiosa, ya que estaban suprimidas en España a raíz de la Ley de Desamortización de Mendizábal.

Por propia iniciativa se fue con los Hermanos de las Ermitas de Córdoba, de donde le sacó su madre, que procuró se colocara en Sevilla al servicio de un religioso exclaustrado, capellán de las Teresas, con ánimo de que fuera haciendo al mismo tiempo los estudios eclesiásticos. Era una solución corrientemente adoptada entonces por los que, aspirando al sacerdocio, no podían sufragarse los gastos de la carrera. Los diez meses que pasó en Sevilla estudió Nicolás María, bajo la dirección del capellán, la lengua del Lacio con gran aprovechamiento.

Nicolás María, aunque abrigaba el hacer la carrera eclesiástica, tornó a su pueblo y a las faenas del campo, y tenaz en su resolución, continuó manejando la gramática latina para no olvidar lo aprendido, en espera de que la Providencia dispusiera otra cosa. Mientras, Dios le iba preparando calladamente el camino con la suavidad y la fuerza tan características de su providencia. Solo cuatro meses permaneció en Aguilar de la Frontera. Por consejo de su confesor marchó a Córdoba, donde ingresó en el noviciado de los Hermanitos del Hospital de Jesús Nazareno. En atención a sus relevantes cualidades profesó antes del tiempo reglamentario, y poco después, el mismo Hospital lo envió a Madrid a representar sus intereses. Se instaló en la calle de San Justo, en una buhardilla del palacio arzobispal, que le cedieron gratuitamente.

Nicolás María vivió en Madrid más de dos años: desde principios de 1854 hasta julio de 1856. El 22 de julio de 1854 fue admitido en la Escuela de Cristo, institución que tenía como fin promover la santificación de sus miembros, mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios. Así pues, las leyes de la Santa Escuela exigían de los candidatos que fueran de natural dócil y bueno, que se hubieran ejercitado en la oración y mortificación y frecuentado los sacramentos.

Por un momento parece insinuarse la inquietud en el ánimo de Nicolás María, que se siente impelido a consagrarse a Dios, cuando se ve con 25 años cumplidos y sin un rayo de luz en el horizonte que abra un resquicio a la esperanza. Con todo, no desmaya su fe en la Providencia Divina. Él acaricia la idea de ser franciscano. Su hermano Manuel era capuchino, misionero en América; por él sentía el Beato grande admiración; así, a la noticia de una grave enfermedad del misionero, que les hizo temer por su vida, pide a su madre que guarde sus cartas; llenas como están de luminosos consejos, pueden hacer mucho bien a sus hermanos. Franciscano era también, al parecer, un hermano de su padre, Fr. Antonio Alberca, al que nombra repetidamente en sus cartas y al que remite, para instruirse en la estrechísima regla franciscana, a un primo suyo que pretendía ingresar en el convento de Priego. Por último, desde su niñez tuvo que conocer a los franciscanos exclaustrados del convento de Montilla y a los que en su mismo pueblo servían de capellanes a las religiosas clarisas; tanto el convento de Montilla como la Vicaría de Aguilar pertenecían a la antigua provincia franciscana de Granada. Es, pues, natural que tuviera afición a la Orden franciscana, que le ofrecía, además, la oportunidad de ser misionero, con la atrayente perspectiva del martirio.

Precisamente, por los años que Nicolás María vivía en Madrid, se estaba gestando la idea de abrir un convento franciscano que surtiese de religiosos a Tierra Santa. Quería la apertura de un colegio para misioneros el Gobierno, apremiado por la urgente necesidad de mantener los derechos de España en los Santos Lugares, derechos que se tambaleaban por falta de religiosos españoles; la querían asimismo los religiosos, movidos por el justificadísimo deseo de restaurar su amada Orden en su no menos amada Patria. Al cabo de cuatro años pudo instalarse la primera comunidad franciscana, después de la infausta exclaustración de 1836, en el convento alcantarino de Priego, Cuenca.

La toma solemne de posesión se tuvo los días 13 y 14 de julio de 1856, contándose entre los asistentes el Beato Nicolás María Alberca, que después de tantos años de espera iba a ver cumplidas sus aspiraciones. Nicolás María había solicitado el 11 de abril que se le admitiera a formar parte de la comunidad que se instalase en Priego. La instancia fue despachada favorablemente, causándole tal alegría la noticia que, según confesará ingenuamente a sus vecinos, corría y cabriolaba, cual el hombre más feliz del mundo, entre las cuatro paredes de su cuartucho. El 14 de julio, fiesta del Seráfico Doctor San Buenaventura, se celebró en el recién abierto convento la primera vestición de hábito. Cinco eran los novicios, uno de ellos Nicolás María Alberca.

Hecha la profesión religiosa al cabo del año de noviciado y libre de otros menesteres, pudo ahora consagrarse de lleno al estudio y a la oración. En el noviciado se dio con ardor el futuro mártir a asimilarse el espíritu franciscano. En noviembre de 1857 empezó los estudios de Filosofía bajo la dirección del P. Francisco Manuel Malo y Malo, que fue el plasmador, moral e intelectualmente, de la juventud franciscana durante los cuatro primeros lustros de la vida del Colegio. Que el esfuerzo de maestro y discípulo no fue inútil, lo prueba suficientemente la calificación de «muy bueno» que obtuvo el Beato al finalizar el curso en julio de 1858.

Para esas fechas ya era sacerdote. Por orden de sus superiores y disposición de Dios, que se complacía en hacerle ascender a pasos de gigante las gradas del altar como en compensación de su larga espera, se ordenó de subdiácono en septiembre de 1857, de diácono en diciembre del mismo año y, por último, de sacerdote el 27 de febrero de 1858, en Segorbe, donde recibiera las demás órdenes sagradas. El 19 de marzo celebró su primera misa.

Parece que todas sus aspiraciones estarían colmadas con haber alcanzado el sacerdocio. Pero no. Parejo al anhelo de ser sacerdote tenía muy ahincado en su alma otro: el del martirio. A decir verdad, eran uno solo, pues desde su niñez se le habían presentado unidos inseparablemente.

Por fin, a principios de 1859, supo que tenía que partir no en marzo, sino en enero, por lo que le era imposible ir a despedirse de su madre. La visita estaba justificada por casi seis años de ausencia. El Beato escribe a su madre el 8 de enero, comunicándole la noticia. La carta refleja admirablemente el temple de su alma. Es una pieza de maestría psicológica y de acendrada espiritualidad. De Priego salieron los misioneros en dos grupos los días 11 y 12 de enero. El día 25 embarcaron en el puerto de Valencia, y el 19 de febrero llegaron al puerto de Jaffa y dos días después entraban en la ciudad de Jerusalén.

Recorrió, según costumbre, los santuarios confiados al cuidado de la Orden franciscana. Pasada la Semana Santa fue destinado a Damasco para estudiar la lengua árabe, junto con dos compañeros de navegación: Nicanor Ascanio y Pedro Soler. Allí se encontraban sus futuros compañeros de martirio: los padres Manuel Ruiz, superior; Carcelo Bolta, párroco; Engelberto Kolland y los hermanos Francisco Pinazo y Juan Jacobo Fernández. Todos españoles, menos el padre Engelberto que era austríaco.

La persecución comenzó en las montañas de El Líbano. Bandas fanáticas de drusos, kurdos y beduinos entraron a sangre y fuego en los poblados cristianos, y amenazaban a los cristianos de Damasco.

Con la complicidad y ayuda de los jefes y pueblo musulmán de la ciudad, asaltaron en la noche del 9 al 10 de julio el barrio cristiano, sembrando por doquier el espanto, la desolación y la muerte. Los religiosos rubricaron con el martirio la doctrina que habían enseñado. Nicolás María era el más joven de todos los religiosos. Le faltaban dos meses para cumplir los treinta años.

Todos estos mártires fueron solemnemente beatificados por el papa Pío XI el 10 de octubre de 1926, dentro de las fiestas conmemorativas del VII centenario de la muerte de san Francisco de Asís.

De las 27 cartas que escribió el Beato Nicolás, entre los 24 y 30 años, se destacan tres rasgos de su personalidad:

  • En primer lugar, el conjunto de dotes naturales con que le adornó el cielo: inteligencia no vulgar, voluntad tenaz y decidida, índole bondadosa y sencilla.

  • En segundo lugar, el sello sobrenatural que llevan grabado sus miras y acciones. Se mueve a impulsos del ideal, el de hacer en todo y por todo la voluntad de Dios.

  • En tercer lugar, su vocación y su constante esfuerzo por realizarla, y veladamente -con claridad a la luz de los testimonios de sus amigos- el profético presentimiento del martirio.

No fueron estas solas las virtudes que brillaron en el Beato Nicolás. En los trozos de sus cartas son patentes también el agradecimiento a Dios por los favores y gracias recibidos, el desprendimiento del mundo y de la familia, el amor al prójimo.

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PATRONOS DE LAS MISIONES CATÓLICAS. 

1.-SAN FRANCISCO JAVIER: PATRONO DE LAS MISIONES CATÓLICAS.




    San Francisco Javier, este incansable misionero es el Patrono de las Misiones, juntamente con Santa Teresita del Niño Jesús. Ellos son la brújula en las misiones católicas en favor de la evangelización.

2.-SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS, COPATRONA DE LAS MISIONES CATÓLICAS.




     Teresa Martin nació en Alençon, Francia, el 2 de enero de 1873. Dos días más tarde fue bautizada en la Iglesia de Nôtre-Dame, recibiendo los nombres de María Francisca Teresa. Hija de Luis Martin y Celia Guérin, ambos beatos en la actualidad. Tras la muerte de su madre, el 28 de agosto de 1877, Teresa se trasladó con toda la familia a Lisieux.





Firmes en la fe en Cristo resucitado





     





     
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