INTRODUCCIÓN AL BLOG
VAYAMOS AL ENCUENTRO pretende ser un blog para reafirmarse en la aventura de la fe cristiana, sabiendo, como nos decía Benedicto XVI que “la fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, una persona que da a la vida un nuevo horizonte… " (3-10-2007).
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA ORACIÓN EXTRAORDINARIA POR LA PANDEMIA EN LA PLAZA DEL VATICANO.
El Papa Francisco ha rezado en la Plaza del San Pedro por la pandemia de coronavirus que afecta al mundo y ha pedido a Dios que bendiga al mundo".
En el atrio de la Basílica vaticana estaban el icono de la Virgen "Salus Populi Romani" (Patrona de Roma) y el Cristo de la Iglesia de San Marcelo, famoso por haber liberado a Roma de la peste en el siglo XVI.
Al final de la celebración, con la custodia, ha dado la bendición "Urbi et Orbi".
EVANGELIO: Mc 4,35-41.
35Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: «Vamos a la otra orilla». 36Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. 37Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. 38Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». 39Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. 40Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». 41Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO:
En el atrio de la Basílica vaticana estaban el icono de la Virgen "Salus Populi Romani" (Patrona de Roma) y el Cristo de la Iglesia de San Marcelo, famoso por haber liberado a Roma de la peste en el siglo XVI.
Al final de la celebración, con la custodia, ha dado la bendición "Urbi et Orbi".
EVANGELIO: Mc 4,35-41.
35Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: «Vamos a la otra orilla». 36Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. 37Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. 38Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». 39Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. 40Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». 41Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO:
«Al
atardecer» (Mc 4,35).
Así comienza el Evangelio que hemos escuchado.
Desde hace algunas semanas
parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras
plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo
de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso:
se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos
encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio,
nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que
estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo
tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos
necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos
discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf.
v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra
cuenta, sino sólo juntos.
Es
fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de
Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados,
Él permanecía en popa, propio en la parte de la barca que primero se hunde. Y,
¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el
Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de
que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los
discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?»
(v. 40).
Tratemos
de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se
contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de
hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que
perezcamos?» (v. 38). No
te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les
prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es
cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y
desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le
importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos
desconfiados.
La
tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas
y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas,
nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado
dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a
nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de
encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas
tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de
apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos
así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.
Con
la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que
disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al
descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos
ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.
«¿Por
qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos
interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros,
hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos
de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la
prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante
guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de
nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando
en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en
mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”.
«¿Por
qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una
llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y
confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”,
«volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12).
Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No
es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre
lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de
lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti,
Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son
ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la
fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas
entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras
vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente
olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las
grandes pasarelas del último show pero,
sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de
nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los
productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas,
fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos
otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde
se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y
experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21).
Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no
sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y
abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos,
cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e
impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien
de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.
«¿Por
qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que
necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos, solos, nos hundimos.
Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a
Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los
venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se
naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que
nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque
con Dios la vida nunca muere.
El
Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a
activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido
a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar
y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados.
Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en
su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su
amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los
afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas,
escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro
lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera,
a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la
gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3),
que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.
Abrazar
su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente,
abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle
espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse
a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas
formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido
salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y
sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a
cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe,
que libera del miedo y da esperanza.
«¿Por
qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde
este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos
a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo,
estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al
mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de
Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones.
Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas
tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No
tengáis miedo» (Mt 28,5).
Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú
nos cuidas” (cf. 1
P 5,7).
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