El amor de Dios, manifestado plenamente en Jesucristo, constituye toda la esencia misma de la Revelación.
“Dios nos ama” es el clamor fundamental que recorre desde el origen hasta el final del Cristianismo, y que reivindica su gran aportación en el tejido social.
Hay que señalar que admitir la salvación como don y como gracia de Dios conlleva cierto sacrificio y esfuerzo por llevar una vida concorde a su voluntad, pero subrayemos que no la conseguimos por esfuerzo sino por como gracia. Ante este amor misericordioso, el creyente responde por la fe, que, en el fondo, es la respuesta libre y obediente a un Dios que se comunica en amor.
Agradecido por este amor desproporcionado, el creyente teme defraudarlo, y aquí radica el “temor de Dios”.
Un joven se acercó a una capilla. Se dirigió al Sagrario, se arrodilló y, casi sin levantar la cabeza, oró así: “Señor Jesús, Tú lo puedes todo. Tú conoces mi miseria y las oscuridades de mi corazón . Sin Ti la vida sería menos amable, menos auténtica, menos solidaria y menos plena.
Tú conoces mis pasos vacilantes y mis pobrezas. Pero, a pesar de todo, siento en mi interior que me llamas a seguir tus pasos, hacer mío tu proyecto de salvación y de liberación.
Quiero ser una vidriera para dejar traspasar tu luz y tu presencia en mis ambientes, no siempre favorables a tu oferta y a tu proyecto.
En el libro de los Proverbios, el autor bíblico dice así: “Seis cosas hay que aborrece Yahveh, y siete son abominación para su alma: ojos altaneros, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que fragua planes perversos, pies que ligeros corren hacia el mal, testigo falso que profiere calumnias, y el que siembra pleitos entre los hermanos” (Prov 6, 16-19). ¡Señor mío, purifica mi mente, limpia mi lengua, sana mis sentimientos y hazme tuyo!
Hazme todo tuyo, y, aunque a veces mi vida es “si, pero…”, deseo que en esos momentos, cuando caminos con pasos vacilantes y con grandes indecisiones, no me abandones a mi suerte.