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domingo, 7 de abril de 2024

DESTACADOS SANTOS-BEATOS Y MÁRTIRES DE LA IGLESIA DIOCESANA DE CÓRDOBA. España.







DESTACADOS SANTOS-BEATOS  Y MÁRTIRES DE LA IGLESIA DIOCESANA DE CÓRDOBA. España. 



INTRODUCCIÓN AL BLOG







    VAYAMOS AL ENCUENTRO pretende ser un blog para reafirmarse en la aventura de la fe cristiana, sabiendo, como nos decía Benedicto XVI que “la fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, una persona que da a la vida un nuevo horizonte… " (3-10-2007).

En  los orígenes del Cristianismo tenemos una experiencia muy precisa, la experiencia de unos hombres y mujeres, tocados y atraídos por Jesús de Nazaret, el Cristo, cuyas vidas  se convirtieron en magníficas y distintas desde ese momento, alcanzando cotas de perfección y santidad increíbles a pesar de su debilidad.


            En medio de sus afanes escucharon un na voz que les gritaba: "¡Ven y sígueme!" Una voz que se sigue oyendo en la dinámica del mundo y en la existencia de cada hombre y mujer, deseoso de encontrar un sentido global y permanente a su historia.

            ¡Si, este reclamo a seguir al Nazareno se prolonga desde el principio hasta nuestros días, y continuará hasta el final del tiempo!

La señal de la presencia del Resucitado son los santos. Los santos palpan de vez en cuando la perfección suprema de Dios y nos recuerdan a los humanos que el mal puede ser vencido solamente con sacrificio, constancia y confianza.


  CONOCE PALABRAS AL VIENTO EN BUBOK

SEDUCIDOS POR EL CAMINO


DESTACADOS SANTOS-BEATOS  Y MÁRTIRES DE LA IGLESIA DIOCESANA DE CÓRDOBA. España. 



1.- SAN JUAN DE ÁVILA


Nació el 6 de enero de 1500 en Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Hijo único de una familia acomodada y profundamente cristiana. Murió en Montilla el 10 de mayo de 1569.  A los catorce años ingresó en la universidad de Salamanca para estudiar leyes. De allí volvería después de cuatro años para llevar una vida retirada, de oración y penitencia, en casa de sus padres. Tres años después marcha a estudiar filosofía y teología en la universidad de Alcalá de Henares (1520-1526), a fin de prepararse para recibir las Órdenes sagradas y poder así ayudar mejor a las almas. Durante sus estudios en Alcalá, murieron sus padres.

Ordenado sacerdote en 1526 celebró su Primera Misa en Almodóvar del Campo invitando a doce pobres que comieron luego a su mesa. Después vendió todos los bienes que le habían dejado sus padres, los repartió a los pobres, dedicándose enteramente a la evangelización, empezando por su mismo pueblo.

Un año después, con la idea de pasar a las Indias, marcha a Sevilla, pero el arzobispo D. Alonso Manrique no le da el correspondiente permiso, y le ordena que se quede en las Indias del mediodía español, que evangelizase Andalucía, labor a la que desde entonces se consagró de pleno y por la que será llamado "Apóstol de Andalucía".

Si la nueva evangelización pretende reanimar la vida cristiana de creyentes y alejados de la fe y difundir a todas las gentes la Buena Noticia de Jesús, Juan de Ávila no fue ajeno, en su tiempo, a este mismo propósito. En un contexto tan complejo y plural como el suyo, de no siempre fácil convivencia entre religiones y culturas y de extensas áreas descristianizadas después de siglos de dominación musulmana, contó también, de algún modo, con su “atrio de los gentiles”, generando en él un original modo de diálogo y de exponer las verdades de la fe que ensamblaba, en admirable sintonía, la solidez de la doctrina cristiana con sus simpáticas y originales referencias al vivir cotidiano y, sobre todo, con un riguroso testimonio de vida, certero aval de la verdad predicada.

Comienza entonces a recorrer ciudades y pueblos predicando el Evangelio: Écija, Jerez de la Frontera, Palma del Río, Alcalá de Guadaira, Utrera.... Lo mismo exponía desde la cátedra las Sagradas Escrituras con eruditos comentarios, que enseñaba los rudimentos de la doctrina cristiana en lenguaje sencillo a los niños y aldeanos, convencido, como estaba, de la necesidad que las gentes tenían de Dios, de su amor, de su misericordia y salvación.

La originalidad del Maestro Ávila se halla en su constante referencia a la Sagrada Escritura; en su consistente y actualizado saber teológico; en la seguridad de su enseñanza y en el cabal conocimiento de los Padres, de los santos y de los grandes teólogos. Como profundo admirador de san Pablo, también en su acusado paulinismo y, al estilo del Apóstol, en su firmeza para proclamar los contenidos de la fe. Como él mismo escribe en una carta: «La verdad no se ha de callar, y débese decir con mucha afirmación, diciendo que, aunque el ángel del cielo otra cosa evangelizare, no debe ser creído (cf. Gal 1,8)».

En Écija comienza su predicación, sin descuidar el confesionario, la dirección de almas, arreglo de enemistades, catequesis de niños y adultos y, a través de cartas, consejos y tratados espirituales a personas de toda edad, estado y condición.

Su presencia en Écija también le acarreó enemistades y persecución, ya sea con un comisario de bulas como con algunos eclesiásticos quienes, por su enorme ascendiente como predicador y por la claridad en la doctrina conjugada con la ascética personal más dura y una vida ejemplarmente sencilla, le llevaron ante la Inquisición en 1531.

Desde 1531 hasta 1533 estuvo procesado por la Inquisición. Las acusaciones eran muy graves en aquellos tiempos. Pero la auténtica razón era aquel clérigo no les dejaba vivir tranquilos en su cristianismo o en su vida “clerical”. En realidad, sus acusadores no podían soportar la radicalidad de sus predicaciones, deudoras del más genuino Evangelio.

Y fue a la cárcel, donde pasó dos años mientras se desarrolló el proceso. Él no quiso defenderse y la situación era tan grave que le advirtieron que estaba en las manos de Dios, lo que indicaba la imposibilidad de salvación; a lo que respondió: “No puede estar en mejores manos”. Fue respondiendo uno a uno todos los cargos, con la mayor sinceridad, claridad y humildad, y un profundo amor a la Iglesia y a su verdad. Y aquel que no quiso tachar a los 5 testigos acusadores, se encontró con que la Providencia le proporcionó 55 que declararon a su favor.

Este tiempo en la cárcel produjo sus frutos interiores, en ella comenzó a escribir su obra cumbre: el tratado de vida espiritual “Audi filia”, pero, sobre todo, allí se fraguó, más que en sus estudios teológicos y vida interior, en su conocimiento del “Misterio de Jesucristo” que, en adelante, centró toda su vida y actividad. Fue absuelto con una humillante sentencia de absolución, pues la Inquisición le manda moderarse en sus expresiones para evitar malas interpretaciones y escándalo entre los feligreses.

En 1535, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo, marcha a Córdoba, donde se incardinó como sacerdote diocesano. Allí conoce a su discípulo, amigo y primer biógrafo, Fr. Luis de Granada, dominico destinado por aquel entonces en el convento de Scala Coeli, en Córdoba. Entre ambos se entablan relaciones espirituales profundas.

También entabla buenas relaciones con el nuevo obispo de Córdoba, D. Cristóbal de Rojas, al que dirigirá las “Advertencias” al Concilio Provincial de Toledo redactadas por su mano. La labor realizada en Córdoba fue muy intensa: organiza predicaciones por los pueblos, consigue grandes conversiones de personas de alto rango, funda centros de estudios para el clero: el colegio de San Pelagio (el actual Seminario Diocesano) y el colegio de la Asunción (actual IES Luis de Góngora), y explica las cartas de san Pablo a clero y fieles (un padre dominico, que primero se había opuesto a la predicación de Juan, después de escuchar sus lecciones, dijo: “Vengo de oír al propio san Pablo comentándose a sí mismo”).

Córdoba es su diócesis, tal vez ya desde 1535, pero con toda seguridad desde 1550. Predica frecuentemente en Montilla (v.g.: cuaresma de 1541). Y las célebres misiones de Andalucía (y parte de Extremadura y Castilla la Mancha) las organiza desde Córdoba (hacia 1550-1554). En el Alcázar Viejo de Córdoba reúne a veinticinco compañeros y discípulos con los que trabaja en la evangelización de las comarcas vecinas.

A Granada acude Juan, llamado por el arzobispo D. Gaspar de Avalos, el año 1536, quien le ofrece la canonjía magistral que él no acepta, permaneciendo en esa ciudad durante tres años. Allí tiene lugar el cambio de vida de san Juan de Dios oyéndole predicar en la ermita de los Mártires. En numerosas ocasiones san Juan de Dios acudirá a Montilla buscando la dirección espiritual del Maestro Ávila, convirtiéndose en su más fiel discípulo.

Es también en Granada donde ocurre el episodio de Francisco de Borja. Para mediados de mayo de 1539, llegó a la ciudad el Duque de Gandía y Marqués de Lombay, Grande de España, escoltando el cadáver de la emperatriz Dña. Isabel de Portugal, esposa del emperador Carlos V, para darle sepultura. El sermón en la Catedral estuvo a cargo de Juan de Ávila, quien después fue llamado por Francisco de Borja para dialogar y solicitarle consejo. Tras el diálogo espiritual entre Juan y Francisco, este último habría quedado pensativo, abrigando en su ánimo un propósito: “no más servir a señor que se pudiera morir”, al ver marchitarse rápidamente los restos mortales de la emperatriz. Esta fue la ocasión providencial que hizo cambiar de rumbo la vida del futuro General de la Compañía de Jesús.

Su afán por la formación de los sacerdotes le llevó a fundar colegios, seminarios, en todas las ciudades por donde pasaba: quince colegios menores y mayores, sin contar las escuelas para seminaristas que fundó o inspiró en Granada, Córdoba y Évora, en Portugal.

Sin duda, la fundación más celebre fue la universidad de Baeza (Jaén) en 1540. Después de cuatro años de trabajo, ve coronada su obra: los estudios mayores (doctorado) de Baeza, aprobados por la Santa Sede. También se expedían los grados de bachiller y licenciado. La teología ocupa el más alto lugar y atrae el mayor número de alumnos, aunque también se impartían estudios de humanidades.  En 1565 se se crearon nuevas cátedras  de retórica, gramática, griego, filosofía y teología escolástica.  La línea de actuación que allí impuso era común a todos sus colegios, como puede verse plasmada en los Memoriales al concilio de Trento, donde pide la creación de Seminarios para una verdadera reforma de la Iglesia y del clero.

La definición que mejor cuadra a Juan de Ávila es la de predicador. Precisamente el epitafio que aparece sobre su tumba dice: Messor eram (Fui segador). Un predicador que siempre ponía en el centro de su mensaje a Cristo crucificado y que buscaba con sus palabras, encillas y profundas, tocar el corazón y mover a la conversión de quien le estaba escuchando.

La fuerza de su predicación se basaba en la oración, sacrificio, estudio y ejemplo. Cuando le preguntaban qué había que hacer para predicar bien, respondía: “amar mucho a Dios”. Su libro más leído y mejor asimilado era la cruz del Señor, vivida como la gran señal de amor de Dios al hombre. Y la Eucaristía era el horno donde encendía su corazón en celo ardiente. Así Fray Luis de Granada podía decir de él que: “Las palabras que salían como saetas encendidas del corazón que ardía, hacían también arder los corazones en los otros”.

Sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza de corazón.  El poder de su oratoria y de su talento, unido a una gran pobreza y a una intachable inocencia penetraba los corazones y los conmovía. Muchos eran los que por la predicación de la Verdad quedaban prendidos en sus redes echadas en cualquier sitio.

Su amor a la pobreza no tiene otra motivación sino un amor profundo a Jesucristo. Asistía a los pobres. Vivía limpia y pobremente y no consiguieron cambiarle el manteo o la sotana ni aun con engaño. Por eso, dará esas Advertencias al Concilio de Toledo.

La misión apostólica de la predicación era precisamente uno de los objetivos de la fundación de sus colegios de clérigos. Esta era también una de las finalidades de los Memoriales dirigidos al Concilio de Trento. Durante los cinco siglos que nos separan de él, se alza de nuevo su potente, humilde y actualísima voz ahora, en este momento crucial en que nos apremia la urgencia de una nueva evangelización.

Gastado en un ministerio duro, enferma y siente fuertes molestias que le obligan a residir definitivamente en Montilla desde 1554 hasta su muerte. Vive en una modesta casa, una cruz grande de palo preside su habitación. Su enfermedad la ofrece para inmolarse por la Iglesia, a la que siempre ha servido con desinterés.

Pero a Juan de Ávila todavía le quedan quince años de vida fructífera, que emplea en la extensión del Reino de Dios. Su vida iba transcurriendo en la oración, la penitencia, la predicación (aunque no tan frecuente), las pláticas a los sacerdotes o novicios jesuitas, la confesión y dirección espiritual, el apostolado de la pluma. El retiro de Montilla le da la posibilidad de escribir con calma sus cartas, la edición definitiva del “Audi filia”, sus sermones y tratados, los Memoriales al Concilio de Trento, las Advertencias al Concilio de Toledo y otros escritos menores. Se puede decir que Juan de Ávila inicia con sus escritos la mística española del Siglo de oro. Ahora, se puede resumir su vida diciendo que era escritor.

A pedir consejo acuden a él en su retiro de Montilla o le escriben jóvenes buscando orientación y discernimiento vocacional, casados que piden consejo, políticos y hombres de gobierno, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que buscan una palabra de aliento o de luz. Las innumerables cartas que escribe nos dejan un elocuente testimonio de su santidad y de su sabiduría. Se relaciona con personas de talla espiritual tan sobresaliente como San Pedro de Alcántara, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Borja, San Juan de Ribera, Fray Luis de Granada, Santa Teresa, San Juan de Dios, etc. San Pablo VI, en su homilía durante la canonización del beato Juan de Ávila (31 de mayo de 1970) habla de “una constelación de santos”.

Juan de Ávila fue una vocación para la reforma que la Iglesia necesitaba en momentos de profunda crisis. Habiendo vivido en el período de transición, lleno de problemas, de discusiones y de controversias, que precede al Concilio de Trento, e incluso durante y después del Concilio, él no podía eximirse de tomar una postura frente a este gran acontecimiento. Su influencia en el Concilio de Trento ha sido puesta de manifiesto por los especialistas. Sus criterios influyeron en los acuerdos de este Concilio en temas de tanta importancia como la institución de los Seminarios, la reforma del estado eclesiástico o la catequesis. No pudo participar personalmente en él a causa de su precaria salud; pero su amigo el arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, hará suyos en el Concilio de Trento, con aplauso general, sus célebres Memoriales sobre la reforma del estado eclesiástico y sobre las causas y remedios de las herejías.

Fue un espíritu clarividente y ardiente que, a la renuncia de los males, a la sugerencia de remedios canónicos, añadió una escuela de intensa espiritualidad: el estudio de la Sagrada Escritura, la práctica de la oración mental, la imitación de Cristo, el culto de la Eucaristía, la devoción a la Santísima Virgen, la defensa del santo celibato, el amor a la Iglesia… Y fue el primero en practicar las enseñanzas de su escuela.

La estancia definitiva en Montilla fue especialmente fructífera. Dejó una huella imborrable en los sacerdotes de la ciudad. Pero la enfermedad iba pudiendo más que su voluntad. A principio de mayo de 1569 empeoró gravemente. En medio de fuertes dolores se le oía rezar: “Señor mío, crezca el dolor, y crezca el amor, que yo me deleito en el padecer por vos”. Pero en otras ocasiones podía la debilidad: “¡Ah, Señor, que no puedo!”. Una noche, cuando no podía resistir más, pidió al Señor le alejara el dolor, como así se hizo en efecto; por la mañana, confundido, dijo a los suyos: “¡Qué bofetada me ha dado Nuestro Señor esta noche!”. Juan de Ávila no hizo testamento, porque dijo que no tenía nada que testar. Cuando en su última enfermedad los dolores arreciaban, apretaba el crucifijo entre sus manos y exclamaba: "Dios mío, si te parece bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!". Quiso que se celebrara la Misa de resurrección en aquellos momentos en que se encontraba tan mal. Manifestó el deseo de que su cuerpo fuera enterrado en la iglesia de los jesuitas, pues a los que tanto había querido en vida, quiso dejarles su cuerpo en muerte. Quiso recibir la Unción con plena conciencia. El 10 de mayo del año 1569, diciendo "Jesús y María", murió santamente. Santa Teresa, al enterarse de la muerte de Juan de Ávila, se puso a llorar y, preguntándole la causa, dijo: “Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna”.

El testimonio de fe del Santo Maestro sigue vivo y su voz se alza potente, humilde y actualísima ahora, en este momento crucial en que nos apremia la urgencia de una nueva evangelización. Le pedimos que sea favorable intercesor de las gracias que la Iglesia parece necesitar hoy más: la firmeza en la verdadera fe, el auténtico amor a la Iglesia, la santidad del clero, la fidelidad al Concilio y la imitación de Cristo tal como debe ser en los nuevos tiempos. Que su doctrina y ejemplo influyan en nuestra vida y nos impulsen a anunciar el Evangelio, que el Santo Maestro sea hoy para el Pueblo de Dios Maestro de evangelizadores. El Papa Benedicto XVI al declararlo Doctor de la Iglesia Universal lo puso como luz en el candelero de la andadura de la Iglesia en esta etapa de anuncio de la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Amémosle e imitémosle, pues en él encontramos un hermano, un guía, un Maestro de vida y de evangelización.

TRAS LAS HUELLAS DE SAN JUAN DE ÁVILA


 2.-SAN FRANCISCO SOLANO



      San Francisco Solano vivió toda su vida y realizó su misión siguiendo Cristo en los detalles más resaltantes de su vida. De aquí que podemos tenerlo como modelo de discípulo y misionero, plenamente vigente en nuestros días. Desde muy joven aprendió a caminar por la periferia, por lo marginal por lo insignificante llegando a ver ahí a Dios y desenvolviéndose en esos campos con una soltura impresionante y con una alegría que no tiene explicación si no es vista con los ojos limpios a los que hace referencia el Evangelio.

Francisco Solano, llamado "el Taumaturgo del nuevo mundo", por la cantidad de prodigios y milagros que obtuvo en Sudamérica, nació en 1549, en Montilla, Andalucía, España. Fue el tercer hijo de Mateo Sánchez Solano y Ana Jiménez. Sus dos hermanos se llamaban Diego e Inés. Creció en un hogar noble y cristiano donde se apreciaba más la hidalguía del espíritu que la de la sangre.

Montilla era un lugar eminentemente religioso. Seguramente, Solano conoció a San Juan de Ávila, que murió cuando Francisco tenía veinte años. En aquella época, había en Montilla docena y media de iglesias, así como cinco conventos y numerosas cofradías.

Francisco estudió con los Jesuitas, pero entró a la comunidad Franciscana porque le atraían mucho la pobreza y la vida tan sacrificada de los religiosos de esa Orden; por ello, decidió ingresar como novicio en el convento franciscano de San Lorenzo, situado en la Huerta del Adalid, Montilla (Córdoba). Era un lugar de enorme belleza natural, con abundantes árboles, plantas y flores, jazmines, un estanque con peces, caza menor y pájaros. En medio de este paraíso natural, había varias ermitas esparcidas que invitaban a la oración y la contemplación.

En el convento la disciplina era muy estricta, conforme a la regla primitiva. Los novicios franciscanos pasaban la mayor parte del tiempo dedicados al silencio y la meditación. Hablaban muy poco, siempre de dos en dos, en voz baja y no por mucho tiempo. En cuanto a la meditación, había tres turnos diarios de media hora de duración cada uno.

Francisco era muy virtuoso, paciente y humilde. Dormía siempre en el suelo, sobre una cobija o un cañizo de palos. Usaba un cilicio durante todo el año. Andaba descalzo a no ser que estuviera enfermo y solo comía legumbres y fruta. Se excedía a menudo en la práctica de mortificaciones y penitencias, con el resultado durante toda su vida de una salud débil y quebrantada. El día 25 de abril de 1570 hizo profesión religiosa para ser fraile de coro. Tenía entonces veintiún años.

En 1572 fue destinado al convento sevillano de Nuestra Señora de Loreto, donde cursó estudios de Filosofía y Teología. En Loreto, la observancia regular era también muy estricta. Los maestros que más influyeron en el joven Francisco fueron dos: el teólogo y humanista fray Luis de Carvajal y el músico y científico padre Juan Bermudo. Durante su largo período de formación, Solano no solo se instruyó en la teología de San Buenaventura, sino que tuvo ocasión de desarrollar sus dotes innatas para la música y el canto.

En 1576 fue ordenado sacerdote. Asistió su padre, pero no así su madre, que se encontraba enferma y casi ciega. Lo nombraron vicario de coro, es decir, encargado de dirigir el rezo y los cantos del oficio divino. Amante de la austeridad y la pobreza, Solano se hizo una pequeña celda en las inmediaciones del coro, en un diminuto rincón en el que apenas cabía. La celda estaba hecha de cañas y barro cocido, con un pequeño agujero que servía de ventana para poder rezar y estudiar.

Una vez terminados los estudios de teología, fue nombrado predicador, labor que desarrolló en pueblos cercanos, y que resultaría determinante en su futuro como misionero. La tarea de predicar no era fácil, y requería estudio continuo y dedicación permanente. Posteriormente, fue nombrado también confesor.

Hay que decir que la primera intención del santo era la de ser mártir. Solicitó sin éxito ser destinado a Berbería para morir en el intento de evangelizar a los africanos. En vista de la negativa de sus superiores, Solano se fijó otra meta: América; pero tuvo que esperar algún tiempo antes de poder ver realizado su deseo de convertirse en misionero.

En 1579, la muerte de su padre le hizo volver temporalmente a Montilla para visitar a su madre. Sin embargo, su estancia se prolongó más de lo previsto debido a una epidemia mortal que afectó incluso a varios frailes del convento franciscano. Allí realizó varias curaciones inexplicables que dieron comienzo a su fama como milagrero. Durante su estancia en su tierra natal obró la curación milagrosa de algunos enfermos. La noticia de estos prodigios enseguida se extendió por la ciudad, lo que llevó al pueblo a aclamarle como santo. Empezó entonces una de sus batallas más grandes, que trabó hasta su último aliento: la de no permitir que le atribuyeran a su persona las alabanzas debidas a Dios. Sin embargo, cuanto más se esquivaba de los elogios, más era exaltado.

En 1581, Francisco Solano fue destinado como vicario y maestro de novicios al convento cordobés de la Arruzafa, donde solía visitar a los enfermos incluso desatendiendo algunas horas de oración, y recomendaba a los más jóvenes que tuvieran paciencia en los trabajos y adversidades.

En 1583, fue trasladado a San Francisco del Monte, en Adamuz (Córdoba), en plena Sierra Morena, a 30 kilómetros al noreste de Córdoba. Era un paraje de gran hermosura. Allí comía sopas de pan con agua, vinagre y un casco de cebolla. Una de las cosas que Solano intentó imitar de San Francisco de Asís era su relación especial con los animales. Siempre le acompañaron los signos milagrosos que el pueblo comenta y que él buscaba cómo tapar y que la alabanza fuera solo para Dios.

Hubo entonces una terrible epidemia de peste en Andalucía que afectó con especial virulencia a la ciudad de Montoro (Córdoba). Durante un mes, y en compañía de fray Buenaventura Núñez, Francisco fue a cuidar a los enfermos, que eran llevados fuera del pueblo a la Ermita de San Sebastián. Ambos frailes prestaban servicio a los afectados y les hacían las camas, los sacramentaban y ayudaban a morir, y después los enterraban. Los dos se contagiaron de la enfermedad, pero Solano logró curarse. En Montoro, el nombre de una calle recuerda la labor humanitaria llevada a cabo por el santo.

De su estancia en Granada cabe señalar que iba a predicar a las cárceles y que visitaba a los enfermos del Hospital de San Juan de Dios. Poco después, el rey Felipe II pidió a los franciscanos que enviaran misioneros a Sudamérica. Finalmente, y para alegría suya, Francisco fue el elegido para la misión de extender la religión en estas tierras. Le asignaron una misión en la Gobernación del Tucumán, en el Nuevo Mundo, hacia donde embarcó el 13 de mayo de 1589. Aunque debido a un naufragio y a otros contratiempos, acabó arribando unos meses después en Paita, Perú. Solamente llegaría a Santiago del Estero, capital de la provincia a la que había sido destinado, el 15 de noviembre de 1590, tras un largo y penoso recorrido, comenzando a los 41 años de edad su vida de misionero.

Fray Francisco Solano recorrió el continente americano durante 20 años predicando, especialmente a los indios. Pero su viaje más largo fue el que tuvo que hacer a pie, con incontables peligros y sufrimientos, desde Lima hasta Tucumán (Argentina) y hasta las pampas y el Chaco Paraguayo. Más de 3.000 kilómetros y sin ninguna comodidad. Solo confiando en Dios y movido por el deseo de salvar almas.

En las aldeas de Socotonio y Magdalena, a donde fue enviado como predicador, aprendió en menos de quince días el complicado dialecto tonocoté. Lo hablaba con impresionante fluidez, llegando a expresarse con más perfección que muchos nativos. Nada le detenía en la conquista de almas para Cristo. Se exponía a grandes peligros yendo a la búsqueda de los indígenas que vivían en la selva y, ya sea para alimentarles la fe, ya para auxiliarlos en sus necesidades materiales, prodigaba milagros por donde pasaba. Entre otros innumerables portentos, hacía brotar manantiales en lugares desérticos, amansaba animales feroces, curaba enfermos, proveía de alimentos en épocas de escasez.

Con todo, sin lugar a duda, sus mayores milagros eran los que se operaban en el interior de las almas: "El padre Solano amaba a los indios, les hablaba en su lengua y ellos le respondían y se convertían por millares". Su singular instrumento de piedad y apostolado, el violín, era complemento indisociable de un original y eficaz método de evangelización, que consistía en intercalar las predicaciones con animadas melodías, ora ejecutadas con el arco y las cuerdas, ora cantadas con su hermosa voz. Maravillados, los indígenas se abrían a la acción de la gracia y enseguida surgía el corolario esperado por el apóstol: el deseo de recibir el Bautismo. La misma voz que les había atraído por el arte de la música y les enseñó las verdades de la fe, cumplía la más alta de sus finalidades, al administrarles los sacramentos. Así, los preciosos talentos confiados al siervo bueno y fiel rendían ciento por uno, y paulatinamente la luz de la Iglesia se iba extendiendo por aquellas comarcas, venciendo las tinieblas del paganismo.

Los nativos, expresando su gran fe, respeto y veneración, "se le hincaban de rodillas a besarle el hábito y la mano en cualquier parte donde le veían y en los caminos; y el padre era tan piadoso con ellos que viéndolos se apeaba de la cabalgadura y los abrazaba y agasajaba, y daba de lo que llevaba". Después de años de fecundo apostolado recibió en 1595 la orden de dirigirse a Lima, para fundar allí un nuevo convento franciscano. Siempre dócil a sus superiores obedeció con prontitud.

San Francisco Solano misionó por más de 14 años por el Chaco Paraguayo, por Uruguay, el Río de la Plata, Santa Fe y Córdoba de Argentina, siempre a pie, convirtiendo innumerables indígenas y también muchísimos colonos españoles. Su paso por cada ciudad o campo era un renacer del fervor religioso.

Llegado a Lima, Francisco fue nombrado Guardián del Convento de la Recolección. Como siempre, se resistió todo lo que pudo antes de aceptar cualquier cargo de responsabilidad, exagerando de manera deliberada su propia incapacidad para gobernar, pero finalmente tuvo que acatar la autoridad de sus superiores.

Su obsesión por la pobreza era tal que no quería que se blanqueara o enladrillara la casa, ni que se pulieran las puertas y ventanas. En su celda, tan solo tenía un camastro, una colcha, una cruz, una silla y mesa, un candil y la Biblia junto con algunos otros libros. Era el primero en todo, y jamás ordenó una cosa que no hiciera él antes.

Sus consejos eran prudentes, y cuando tenía que reprender a alguno de los demás frailes, lo hacía con gran celo y caridad. Sus excesivas penitencias y su espíritu de oración no le impedían ser alegre con los demás. Solano era también el santo de la alegría.

En 1601, fue elegido secretario y acompañante del superior provincial, cargo en el que duró menos de un año. En uno de los viajes casi se muere por el camino, y en vista de su delicado estado de salud, se le asignó un nuevo destino: la ciudad de Trujillo, fundada por Francisco Pizarro apenas medio siglo antes de la llegada de Solano al Perú.

En Trujillo buscaba Solano un poco de paz y tranquilidad, y sobre todo apartarse de la gran fama que tenía en Lima. Se dedicaba a visitar a los enfermos, en especial a una anciana leprosa a la que a menudo llevaba regalos. En casa de otra enferma, había un árbol junto a la ventana en el que un pajarillo cantaba deliciosamente solamente cuando iba Solano.

Predicaba en el hospital de la ciudad y también visitaba a los presos, para hablar con ellos, confesarlos y ayudarlos a bien morir. Para rezar, se refugiaba en la huerta del convento, en la que había numerosos pajarillos. Eran tantos que cuentan que Solano les daba de comer por turnos, y que los que comían se apartaban para que pudieran comer los otros. Su amor por la pobreza era tan grande que no consentía en cambiar de zapatos, sino solo en remendarlos, de manera que el zapatero tuvo que engañarlo y se quedó con los antiguos zapatos como reliquia.

En 1604, de nuevo volvió a Lima como Guardián, ciudad donde pasaría los últimos años de su vida. A pesar de su precario estado de salud, continuaba haciendo grandes penitencias y pasaba noches enteras en oración. Sus visitas a la enfermería se hicieron cada vez más frecuentes.

Sin embargo, iba a menudo a visitar a los enfermos o salía a las calles a predicar con su pequeño rabel y una cruz en las manos. Así conseguía juntar a un gran número de personas y las congregaba en la plaza mayor, donde se dirigía a la muchedumbre en alta voz. Su predicación se fundamentaba en citas bíblicas y en la doctrina de los Padres de la Iglesia.

Predicaba en todas partes: en los talleres artesanales, en los garitos, en las calles, en los monasterios e incluso en los corrales de teatro. Especial significado tuvo su oposición a ciertos espectáculos teatrales en los que a su juicio se ofendía a Dios. En España se había producido una corriente de opinión en contra de este género, y muchos artistas se tuvieron que desplazar hacia el Nuevo Mundo, donde gozaban de mayor aceptación popular. En Lima había tres compañías de comedias. Solano entraba en los corrales con un Cristo en la mano y mucha gente le seguía abandonando el lugar. Más de una vez consiguió que hubiera que anular la representación, porque con él se iba todo el mundo.

En octubre de 1605, Solano pasó a la enfermería del convento. Postrado y gravemente enfermo del estómago, apenas si podía salir a predicar y a visitar a los enfermos. Procuraba asistir a la comida en el refectorio junto con los demás frailes, pero comía muy poco, tan solo unas hierbas cocidas. Además, seguía excediéndose en sus penitencias y no miraba por su delicada salud.

En octubre de 1609, hubo un terremoto en la ciudad de Lima. La primera sacudida fue de noche, pero después se produjeron hasta 14 nuevos temblores de tierra. Cuentan que el agua se derramaba de las fuentes y que las campanas tocaban solas. Las iglesias se llenaron de gente. Solano salió a predicar, aunque apenas si podía tenerse en pie.

Durante su última enfermedad, le trataron cuatro médicos. Solano era poco más que un esqueleto viviente. Tenía mucha fiebre y fortísimos dolores de estómago. Finalmente murió el 14 de junio de 1610, día de San Buenaventura. Dicen que ese día los pájaros se despidieron de él cantando junto a la ventana de su celda desde por la mañana temprano. Murió a las once y tres cuartos de la mañana. Ese mismo día y a la misma hora se produjo un extraño toque de campanas en el convento de Loreto. Su cuerpo fue trasladado al oratorio de la enfermería, donde acudió gran cantidad de gente a venerarlo. Allí mismo fue retratado por dos pintores. A su entierro asistieron unas 5.000 personas.

Hombre capaz de mover multitudes a la conversión y de enternecerse con el canto de un pajarillo, dotado de espíritu altamente contemplativo y al mismo tiempo impulsor de osadas acciones misioneras, San Francisco Solano dejó un ejemplo de vida que atraviesa los siglos, como promesa de un grandioso porvenir para América.

3.-SANTO DOMINGO DE HENARES


Domingo Vicente Nemesio es el nombre que recibió en la pila bautismal el hijo de Pablo Henares Vázquez y de Francisca de Zafra Cubero y Roldán. Nació el 19 de diciembre de 1766 en la villa de Baena, fue bautizado en la parroquia de San Bartolomé por el párroco D. Pedro Faustino de Heredia.

Muy niño pasó con sus padres y hermanos a vivir a Granada, donde comenzó a estudiar los rudimentos escolares y progresar en latinidad. Solo con estas cualidades podría acceder al hábito dominicano en el convento de Santa Cruz la Real, de Granada.

No contaba todavía diecisiete años cuando vistió el hábito dominicano. Según el Acta de tomas de hábito, se sabe que el 30 de agosto de 1783 tomó el hábito “para religioso de coro y como hijo del Real Convento de N. P. S. Domingo de la ciudad de Guadix, el hermano Fray Domingo Vicente Henares, alias de San Carlos Borromeo”.

Pasado el año de noviciado, fue examinado el 19 de julio de 1784 y aprobado para que pudiera emitir la profesión religiosa, acto que se realizó el 31 de agosto de ese mismo año, dando así inicio a su formación escolástica. Un año más tarde, mientras continuaba sus estudios de Artes, abandonó aquel convento y se incorporará a la 41.ª misión de dominicos rumbo al Oriente.

Fray Domingo Henares partió con su grupo del Hospicio de Puerto Real el 19 de septiembre de 1785. Diez días más tarde se embarcó en el navío San Felipe para iniciar una travesía que, en sus propias palabras fue “una navegación feliz. No hemos tenido ninguna tormenta, ni calma considerable. Siempre hemos ido viento en popa”. Por negocios encomendados al capitán, el viaje hizo escalas en San Juan de Puerto Rico (8 de noviembre) y La Habana (10 de diciembre), hasta llegar el 15 de enero de 1786 al puerto de Veracruz. Allí mismo recibieron el aviso de que en Acapulco el galeón filipino se aprestaba para salir a principios del mes siguiente rumbo a Manila. Sin dilación se procuró que la expedición se encaminase a Acapulco.

Llegaron el 23 de febrero de 1786 y, tras unos pocos días para restablecer fuerzas y ultimar algunos preparativos, se hacían a la mar el 7 de marzo en la fragata San José, y tras cuatro meses de navegación, llegaron a Cavite el 9 de julio. Tras unos días de descanso, el 21 de julio de 1786 fray Domingo entró en el convento de Santo Domingo de Manila. Seguía siendo un joven estudiante.

La Universidad de Santo Tomás se ocupó de formarle en Artes y Teología. Vio partir a sus compañeros de expedición, pero él tuvo que dedicarse a estudiar, orar y prepararse a conciencia para el recto desempeño de sus funciones misioneras. Por una carta a su padre, escrita el 10 de enero de 1787, fray Domingo dice que le quedaban todavía cuatro años de estudios.

Fue ordenado sacerdote en Vigan (Ilocos Sur) en septiembre de 1789 y cantó su primera misa en Lingayen (Pangasinan). Es posible que en ese verano concluyera su carrera, pues de inmediato aparece su asignación a las misiones de la región norte del actual Vietnam. Fray Domingo Henares tenía una mente clara, con una notoria capacidad para el estudio. Confirma esa capacidad el hecho de ser nombrado profesor de Humanidades en Santo Tomás, al tiempo que concluía sus estudios de Teología. La elección y destino a la docencia requería una preparación sólida y una excelencia en el cultivo de las letras humanas.

Pero su destino eran las misiones del Vietnam. El 20 de septiembre de 1789 fue enviado a aquel país. Pocos días más tarde llegó a Macao. Desde allí escribió a su padre el 11 de marzo de 1790: Macao era la antesala de China y el Tunkin, pero también era el lugar donde se probaba la paciencia de los misioneros. Las comunicaciones eran raras, aparte que la prohibición de entrada en el país y la vigilancia sobre los puertos y costas era estricta. La cerrazón a admitir pasaje con tal destino hacía infranqueable el muro del Tunkin.

El 10 de octubre de 1790 abandonó Macao, y tras 18 días de navegación, llegó a las costas del país. Aprendida la lengua, se dedicó con entusiasmo al apostolado en una misión siempre comprometida. Su sensibilidad apostólica se manifestó especialmente con los marginados y pobres, pero de una manera práctica y efectiva: se desprendía de cuanto tenía algún valor para comprar telas que por la noche cosía y remendaba para vestir a los pobres. Pero donde se encuentra la piedra de toque de su sensibilidad social es en los extremos más débiles: los niños y los ancianos.

De él dice su ilustre biógrafo (el santo obispo y mártir, fray Jerónimo Hermosilla): “Era de una extremada pureza de vida, de un celo incansable por la salvación de las almas, de una singular piedad [...], de una pobreza verdaderamente evangélica para sí, y de una prodigiosa liberalidad para con los desgraciados”.

Vietnam vivía una paz tímida durante los años 1790-1825, paz que contribuyó poderosamente al crecimiento de la Iglesia. La difusión de la fe cristiana contrastaba con la pobreza de sacerdotes. Su Santidad Pío VII le nombró el 9 de septiembre de 1800 vicario de monseñor Ignacio Delgado y obispo titular de Fez.

Este nombramiento fue una gracia especial del Papa, sin intervención o recomendación de nadie. Las bulas fueron recibidas el 28 de septiembre de 1802, pero tardó en aceptar la eminencia que se le otorgaba. Finalmente, el 9 de enero de 1803, “después de hacer ejercicios espirituales por tres veces y sujetándome al parecer del vicario provincial, juzgó necesario arrimar el hombro y someterse, no sin mucho temor, a tan pesada carga”. Fue consagrado obispo en Phu-Nhay.

Poseía conocimientos de medicina y astronomía, ciencias muy apreciadas en Oriente, lo que le valió el respeto de las clases altas de la sociedad de aquellas tierras. Lejos de engreírse, puso sus conocimientos y la bondad de su carácter al servicio de todos, en especial de los más humildes, siendo llamado el Padre de los Pobres. Su entrega llegaba hasta el punto de que en las horas de descanso se ocupaba de remendar vestidos que luego repartía entre los necesitados.

Aprovechando el clima que se respiraba en Tunkin, fray Domingo, como misionero, no se dispensaba el menor sacrificio: cruzaba el vicariato en todas las direcciones, llegando a pasar meses enteros acompañado de los que él llamaba “sus familiares”, internado en los lugares más inhóspitos de la montaña. De octubre de 1815 a mayo de 1816 convivió con las gentes de la montaña en una continua misión apostólica, que se hubiera prolongado de no caer enfermo de “anasarca”, como él mismo la denominó. La enfermedad era indolora y no le impedía realizar las funciones normales, pero exigía un tratamiento prolongado. De repente se agravó, y el 17 de septiembre estuvo a las puertas de la muerte.

Las consecuencias de la enfermedad le acompañaron ya siempre, pero no por ello cejó en su tarea pastoral ni en sus estudios. Durante esa época andaba metido en investigaciones astrológicas, con tablas y ruedas de eclipses, elaboradas por él, con algunos procedimientos muy simples (carta del 14 de febrero de 1819). También ocupaba su tiempo en la lectura de tratados de medicina.

A Tien-Chu, su residencia habitual, llegaron noticias de persecución. El año 1823 amaneció con síntomas de tormenta. A oídos de fray Domingo llegaron los ecos de las maquinaciones del rey Minh-Manh (conocido como el Nerón vietnamita): quería terminar con la religión extranjera y para ello se propuso localizar a los misioneros europeos, convocarlos con cualquier pretexto y expulsarlos del país y prohibir la creencia y práctica del cristianismo. En un primer momento, estos propósitos fueron frenados por la reina madre.

Así lo escribió Domingo Henares en la carta de 21 de agosto -11 de septiembre de 1823, pero no pasó mucho tiempo antes que la persecución se desató. El 4 de abril de 1827 se enviaba a los mandarines un edicto en el que se ordenaba detener a todos los sacerdotes y catequistas. A aquéllos, se les condenaba al destierro; a éstos, se les castigaba con ochenta azotes.

Ante el peligro que suponía para los cristianos, los misioneros optaron por la sabia precaución de mudar constantemente de residencia, a veces escondiéndose en los lugares más inverosímiles y ocupándose en tareas humildes para así acercarse a sus fieles. Los refiere Henares en carta del 24 de mayo de 1827: “Después de dos días, busqué otra guarida entre cristianos. Desde enero he mudado ya de mansión once veces, y, según va la cosa, en poco tiempo excederán a las que hicieron los israelitas en el desierto”.

Aún estaba por desencadenarse lo más crudo. Los decretos de 8 de enero de 1833 van preparando el camino a la gran persecución estipulada el 23 de enero de 1836 y que habría de ser el final del dominico. Para no comprometer a los cristianos de Kien-Loao, trató de navegar hacia otra provincia, pensando que el mar le ocultaría, pero se encontró con un recio temporal que le devolvió a la costa. Todo sucedió con rapidez. El 11 de junio fue conducido a Nam Dinh junto con sus dos compañeros. A él, seguramente por la debilidad de la vejez, lo conducían encerrado en una jaula, seguido de sus compañeros que iban a pie cargados de cadenas. Nada más llegar fue condenado a muerte: “Que este europeo, que es Domingo, maestro principal de la religión, llamado Danh-Trum-Hai, sea sacado fuera de la ciudad, le sea cortada la cabeza sin remisión, y que ésta se ponga después en una pica y sea expuesta al público, para que la gente lo sepa y se arranque de raíz aquella religión”. La sentencia fue confirmada por el Rey el día 19, y ejecutada en Sanh-Vi-Hoanh el 25 de junio de 1838. Fue decapitado junto a Francisco Chieu.

San Jerónimo Hermosilla, decapitado veintitrés años después, dejó escrito el siguiente elogio de santo Domingo Henares: «Pureza extrema de vida, celo insaciable por la salvación de las almas, sed ardiente del martirio, evangélicamente pobre para sí mismo y prodigiosamente generoso con los necesitados».

Allí fue apresado el 9 de junio de 1838, encerrado en una jaula de cañas y llevado a Sanh-Vi-Hoanh. El 11 de junio, enterrado el cuerpo, su cabeza fue colocada en lo alto de una pica para que sirviera de escarmiento. Algunos días después fue arrojada al río en un cesto con piedras, pero la Providencia quiso que tres días después apareciera enganchada en la red de un pescador cristiano.

Durante cuarenta y ocho años se había entregado por completo al servicio de Dios y de aquellas gentes. Se ocupó de la formación del clero indígena y de los jóvenes dominicos nativos, al tiempo que realizó las tareas apostólicas. Identificado plenamente con los naturales de la extensa región, pasó con ellos los atroces azotes de las inundaciones, epidemias y guerras, con sus secuelas de hambre y pillaje. Sus bastos conocimientos médicos prestaron excelentes servicios a los tonquinos y le merecieron ser respetado por la clase intelectual y los mismos mandarines del país.

Santo Domingo de Henares fue un testigo fiel de Jesús con su vida y su palabra. Vivió evangélicamente su consagración bautismal, religiosa, sacerdotal y episcopal, siendo el hombre de Dios y el amador de sus hermanos los hombres. De su intimidad con Dios, que apoyaba en una vida de oración intensa, brotaba, como de su fuente, su caridad, su bondad, su paciencia, su prudencia, su alegría, su identificación con los pobres.

Santo Domingo Henares vivió la íntima relación estudio-misión que profesa el carisma dominicano. La formación intelectual solo tiene sentido cuando se convierte en canal de humanización. Los sistemas educativos deben tener la misión de ser guardianes de la justicia y la sana convivencia humana. Hizo de su vida un acto de servicio a sus semejantes cuidando de llevar el consuelo a sus almas y el alimento a sus cuerpos. Fue testigo ejemplar del amor a Dios y al prójimo.

León XIII lo declaró beato el 27 de mayo de 1900. Más tarde, san Juan Pablo II lo proclamó santo el 19 de junio de 1988.

   4.-BEATO NICOLÁS MARÍA ALBERCA


Nació en Aguilar de la Frontera (Córdoba) el 10 de septiembre de 1830, en el seno de un hogar profundamente cristiano, formado por los esposos Manuel Alberca y María Valentina Torres. No tuvieron los padres del Beato mayor empeño que la educación cristiana de su numerosa prole, ni mayor satisfacción que la de ofrecer al Señor seis de los diez hijos que de Él recibieron.

Educado en un ambiente tan cristiano no es extraño que su alma, iluminada por la gracia del Espíritu Santo, oyese el llamamiento del Señor y generosamente lo siguiese. Desde la niñez estuvo Nicolás María dotado de una piedad sólida y ferviente. Los años de la pubertad y la vida de trabajo asalariado, probaron que el gusto por las cosas de Dios estaba muy enraizado en su alma. Terminada la instrucción primaria, se puso a trabajar, ya que la situación económica de la familia no le permitía el lujo de seguir una carrera. Empezó de dependiente en un comercio. Pero, como el empleo no le dejaba tiempo para sus ejercicios piadosos, lo dejó y se dio a las tareas agrícolas, ayudando primero a su padre y luego a un tío suyo. Para poderse dedicar por completo a los libros, hubo de esperar hasta después del noviciado, es decir, a los 26 años cumplidos.

Entonces convivió y trabó íntima amistad con un primo suyo, José María Luque, de iguales inclinaciones que él. Juntos trabajaban la tierra y juntos ocupaban los ocios en actos de piedad. Por su amigo sabemos que el futuro mártir frecuentaba los sacramentos y era aficionadísimo a la lectura del Año Cristiano, entusiasmándole las vidas de los santos, en especial las gestas de los mártires. Gustaba de las dulzuras de la soledad. Al empezar cualquier obra la ofrecía a Dios y en los casos difíciles acudía a la oración, encomendándose a sus santos predilectos, cuyo patrocinio imploraba con novenas y súplicas. Deseaba ser sacerdote, pero la situación económica de la familia le impedía cursar los estudios eclesiásticos. Tampoco podía ingresar en una orden religiosa, ya que estaban suprimidas en España a raíz de la Ley de Desamortización de Mendizábal.

Por propia iniciativa se fue con los Hermanos de las Ermitas de Córdoba, de donde le sacó su madre, que procuró se colocara en Sevilla al servicio de un religioso exclaustrado, capellán de las Teresas, con ánimo de que fuera haciendo al mismo tiempo los estudios eclesiásticos. Era una solución corrientemente adoptada entonces por los que, aspirando al sacerdocio, no podían sufragarse los gastos de la carrera. Los diez meses que pasó en Sevilla estudió Nicolás María, bajo la dirección del capellán, la lengua del Lacio con gran aprovechamiento.

Nicolás María, aunque abrigaba el hacer la carrera eclesiástica, tornó a su pueblo y a las faenas del campo, y tenaz en su resolución, continuó manejando la gramática latina para no olvidar lo aprendido, en espera de que la Providencia dispusiera otra cosa. Mientras, Dios le iba preparando calladamente el camino con la suavidad y la fuerza tan características de su providencia. Solo cuatro meses permaneció en Aguilar de la Frontera. Por consejo de su confesor marchó a Córdoba, donde ingresó en el noviciado de los Hermanitos del Hospital de Jesús Nazareno. En atención a sus relevantes cualidades profesó antes del tiempo reglamentario, y poco después, el mismo Hospital lo envió a Madrid a representar sus intereses. Se instaló en la calle de San Justo, en una buhardilla del palacio arzobispal, que le cedieron gratuitamente.

Nicolás María vivió en Madrid más de dos años: desde principios de 1854 hasta julio de 1856. El 22 de julio de 1854 fue admitido en la Escuela de Cristo, institución que tenía como fin promover la santificación de sus miembros, mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios. Así pues, las leyes de la Santa Escuela exigían de los candidatos que fueran de natural dócil y bueno, que se hubieran ejercitado en la oración y mortificación y frecuentado los sacramentos.

Por un momento parece insinuarse la inquietud en el ánimo de Nicolás María, que se siente impelido a consagrarse a Dios, cuando se ve con 25 años cumplidos y sin un rayo de luz en el horizonte que abra un resquicio a la esperanza. Con todo, no desmaya su fe en la Providencia Divina. Él acaricia la idea de ser franciscano. Su hermano Manuel era capuchino, misionero en América; por él sentía el Beato grande admiración; así, a la noticia de una grave enfermedad del misionero, que les hizo temer por su vida, pide a su madre que guarde sus cartas; llenas como están de luminosos consejos, pueden hacer mucho bien a sus hermanos. Franciscano era también, al parecer, un hermano de su padre, Fr. Antonio Alberca, al que nombra repetidamente en sus cartas y al que remite, para instruirse en la estrechísima regla franciscana, a un primo suyo que pretendía ingresar en el convento de Priego. Por último, desde su niñez tuvo que conocer a los franciscanos exclaustrados del convento de Montilla y a los que en su mismo pueblo servían de capellanes a las religiosas clarisas; tanto el convento de Montilla como la Vicaría de Aguilar pertenecían a la antigua provincia franciscana de Granada. Es, pues, natural que tuviera afición a la Orden franciscana, que le ofrecía, además, la oportunidad de ser misionero, con la atrayente perspectiva del martirio.

Precisamente, por los años que Nicolás María vivía en Madrid, se estaba gestando la idea de abrir un convento franciscano que surtiese de religiosos a Tierra Santa. Quería la apertura de un colegio para misioneros el Gobierno, apremiado por la urgente necesidad de mantener los derechos de España en los Santos Lugares, derechos que se tambaleaban por falta de religiosos españoles; la querían asimismo los religiosos, movidos por el justificadísimo deseo de restaurar su amada Orden en su no menos amada Patria. Al cabo de cuatro años pudo instalarse la primera comunidad franciscana, después de la infausta exclaustración de 1836, en el convento alcantarino de Priego, Cuenca.

La toma solemne de posesión se tuvo los días 13 y 14 de julio de 1856, contándose entre los asistentes el Beato Nicolás María Alberca, que después de tantos años de espera iba a ver cumplidas sus aspiraciones. Nicolás María había solicitado el 11 de abril que se le admitiera a formar parte de la comunidad que se instalase en Priego. La instancia fue despachada favorablemente, causándole tal alegría la noticia que, según confesará ingenuamente a sus vecinos, corría y cabriolaba, cual el hombre más feliz del mundo, entre las cuatro paredes de su cuartucho. El 14 de julio, fiesta del Seráfico Doctor San Buenaventura, se celebró en el recién abierto convento la primera vestición de hábito. Cinco eran los novicios, uno de ellos Nicolás María Alberca.

Hecha la profesión religiosa al cabo del año de noviciado y libre de otros menesteres, pudo ahora consagrarse de lleno al estudio y a la oración. En el noviciado se dio con ardor el futuro mártir a asimilarse el espíritu franciscano. En noviembre de 1857 empezó los estudios de Filosofía bajo la dirección del P. Francisco Manuel Malo y Malo, que fue el plasmador, moral e intelectualmente, de la juventud franciscana durante los cuatro primeros lustros de la vida del Colegio. Que el esfuerzo de maestro y discípulo no fue inútil, lo prueba suficientemente la calificación de «muy bueno» que obtuvo el Beato al finalizar el curso en julio de 1858.

Para esas fechas ya era sacerdote. Por orden de sus superiores y disposición de Dios, que se complacía en hacerle ascender a pasos de gigante las gradas del altar como en compensación de su larga espera, se ordenó de subdiácono en septiembre de 1857, de diácono en diciembre del mismo año y, por último, de sacerdote el 27 de febrero de 1858, en Segorbe, donde recibiera las demás órdenes sagradas. El 19 de marzo celebró su primera misa.

Parece que todas sus aspiraciones estarían colmadas con haber alcanzado el sacerdocio. Pero no. Parejo al anhelo de ser sacerdote tenía muy ahincado en su alma otro: el del martirio. A decir verdad, eran uno solo, pues desde su niñez se le habían presentado unidos inseparablemente.

Por fin, a principios de 1859, supo que tenía que partir no en marzo, sino en enero, por lo que le era imposible ir a despedirse de su madre. La visita estaba justificada por casi seis años de ausencia. El Beato escribe a su madre el 8 de enero, comunicándole la noticia. La carta refleja admirablemente el temple de su alma. Es una pieza de maestría psicológica y de acendrada espiritualidad. De Priego salieron los misioneros en dos grupos los días 11 y 12 de enero. El día 25 embarcaron en el puerto de Valencia, y el 19 de febrero llegaron al puerto de Jaffa y dos días después entraban en la ciudad de Jerusalén.

Recorrió, según costumbre, los santuarios confiados al cuidado de la Orden franciscana. Pasada la Semana Santa fue destinado a Damasco para estudiar la lengua árabe, junto con dos compañeros de navegación: Nicanor Ascanio y Pedro Soler. Allí se encontraban sus futuros compañeros de martirio: los padres Manuel Ruiz, superior; Carcelo Bolta, párroco; Engelberto Kolland y los hermanos Francisco Pinazo y Juan Jacobo Fernández. Todos españoles, menos el padre Engelberto que era austríaco.

La persecución comenzó en las montañas de El Líbano. Bandas fanáticas de drusos, kurdos y beduinos entraron a sangre y fuego en los poblados cristianos, y amenazaban a los cristianos de Damasco.

Con la complicidad y ayuda de los jefes y pueblo musulmán de la ciudad, asaltaron en la noche del 9 al 10 de julio el barrio cristiano, sembrando por doquier el espanto, la desolación y la muerte. Los religiosos rubricaron con el martirio la doctrina que habían enseñado. Nicolás María era el más joven de todos los religiosos. Le faltaban dos meses para cumplir los treinta años.

Todos estos mártires fueron solemnemente beatificados por el papa Pío XI el 10 de octubre de 1926, dentro de las fiestas conmemorativas del VII centenario de la muerte de san Francisco de Asís.

De las 27 cartas que escribió el Beato Nicolás, entre los 24 y 30 años, se destacan tres rasgos de su personalidad:

  • En primer lugar, el conjunto de dotes naturales con que le adornó el cielo: inteligencia no vulgar, voluntad tenaz y decidida, índole bondadosa y sencilla.

  • En segundo lugar, el sello sobrenatural que llevan grabado sus miras y acciones. Se mueve a impulsos del ideal, el de hacer en todo y por todo la voluntad de Dios.

  • En tercer lugar, su vocación y su constante esfuerzo por realizarla, y veladamente -con claridad a la luz de los testimonios de sus amigos- el profético presentimiento del martirio.

No fueron estas solas las virtudes que brillaron en el Beato Nicolás. En los trozos de sus cartas son patentes también el agradecimiento a Dios por los favores y gracias recibidos, el desprendimiento del mundo y de la familia, el amor al prójimo.

     Conoce este COMIC del Beato Nicolás María Alberca

 

 5.- SANTA RAFAELA MARÍA PORRAS AYLLÓN.


Santa Rafaela María del Rosario Francisca Rudesinda Porras y Ayllón, nació el uno de marzo de 1850 en Pedro Abad. Era hija de Ildefonso Porras y de Rafaela Ayllón Castillo, agricultores acomodados, y tenía 11 hermanos y una hermana. En unas de sus tantas cartas diría: “El día uno nací, el dos fui bautizada: el día más grande de mi vida porque en él fui escrita en el libro de la vida”.

Solo cuatro años contaba cuando su padre, entonces alcalde de la villa, murió cuidando a los afectados por la epidemia de cólera. Su viuda hizo frente a todo. Los chicos se fueron a Córdoba para seguir estudios oficiales. Las dos niñas, Dolores y Rafaela, familiarmente "las dos perlitas", tuvieron un preceptor en casa: Don Manuel Jurado.

Superados los lutos, Rafaela María y su hermana Dolores comenzaron sus primeros estudios. Hacia 1864 comienzan a pasar temporadas en Cádiz, ciudad que entusiasmó a Rafaela María, y en Madrid. A los dieciocho años, ya había vivido muchos cambios y muchos golpes de timón. Ya había hecho su aparición en sociedad, siempre a la sombra de su hermana, mayor que ella cuatro años y, cobijada por la protección de sus hermanos mayores.

Sabemos, por lo que cuentan, que fue una buena chica: afable, más bien tímida, trabajadora, dispuesta siempre a ceder… En Córdoba y en Madrid frecuentaba el teatro y las tertulias en las casas de los amigos. Nadie sabía, desde luego, que por dentro iban otras procesiones; ella misma nos lo cuenta, cómo un día le prometió con juramento a Jesús que sería de Él, sólo y siempre para Él. Era el 25 de marzo de 1865: “En este mismo día, en Córdoba, en la Parroquia de San Juan de los Caballeros, hice mi voto perpetuo de castidad”.

Un día de febrero de 1869, la casona de Pedro Abad iba a vivir una convulsión de auténtica trascendencia: la muerte de su madre; esta desgracia familiar va a marcar la historia personal de Rafaela María y de su hermana Dolores. Su madre fue todo para ella, por eso su muerte le interroga, le cuestiona el sentido de su vida y le hace decidir, optar, por el destino que Dios le va a ir mostrando. Ella misma lo cuenta así: “La muerte de mi madre a quién yo cerré los ojos…, abrió los ojos de mi alma con un desengaño tal, que la vida me parecía un destierro. Tenía dieciocho años. Cogida de su mano, prometí al Señor no poner jamás afecto en criatura alguna. Y se me abrieron los ojos del alma… Y yo ¿para qué nací?”. Rafaela María se abre al nuevo seno de Dios. Él va a ser para ella madre, seno acogedor, todo.

Desde ese momento la vida en la casa de Pedro Abad cambió: jornadas a favor de los más necesitados y de la Iglesia, pobres que rondan la puerta trasera de la casa, salidas furtivas de las dos hermanas, y una relación más cercana con los sirvientes con los que se comparten no solo el trabajo sino la fe. En estos años, en el corazón de Rafaela María, iban resonando las palabras pronunciadas ante la muerte de su madre: “Y yo ¿para qué nací?”. “Bastante tiempo hemos sido servidas, hora es de que sirvamos a los pobres por amor de Dios”. Es el tiempo del servicio, la hora del servicio desinteresado y amoroso. Ante esta actitud evangélica se va a producir una ruptura familiar, que Dolores, más tarde, resumirá en estas frases: “Huérfanas de todo, mi hermana y yo, y bien perseguidas por nuestros más allegados parientes, después de unos cuatro años de lucha, que fue terrible, decidimos las dos hacernos religiosas”.

A partir de 1875, Rafaela María y Dolores, después de aquel preámbulo heroico de entrega a los pobres de su pueblo natal, dan por encauzada su búsqueda, concretando todos sus esfuerzos en un proyecto de plena actualidad en la España de su tiempo. Van a iniciar la vida religiosa en un Instituto nuevo, el de María Reparadora, venido a Córdoba para dedicarse a la formación cristiana a través de la enseñanza y la catequesis. Este proyecto trataba de responder a una verdadera necesidad de la sociedad cordobesa. Su permanencia como novicias en este Instituto supuso para ellas un gran enriquecimiento, en él encontraron dos elementos que persistirán a lo largo de su vida:

La Eucaristía, los tiempos de Adoración y las actitudes que brotan de ella son el Centro de la vida cristiana.

Y las Ejercicios Espirituales de san Ignacio como medio privilegiados para “poner en contacto a la persona con ella misma, con los demás y con Dios”.

A principios de 1877, cuando la hermana Rafaela y otras cinco se preparaban para hacer los votos, el obispo de la ciudad, Mons. Ceferino González, les hizo saber que había redactado nuevas Constituciones para la Comunidad. Esto ponía a las novicias en una situación muy difícil. Las nuevas reglas eran muy diferentes de las anteriores. Por otra parte, si se rehusaban a aceptarlas, tendrían que abandonar el convento. Optaron por una solución sorprendente: la fuga. Con otras dieciséis religiosas abandonaron la ciudad durante la noche y se dirigieron a Andújar, donde el P. Ortiz Urruela les había encontrado hospedaje con las monjas del hospital. El hecho produjo gran agitación. Las autoridades civiles intervinieron y el obispo suspendió al P. Ortiz Urruela. Pero ya para entonces el osado sacerdote se hallaba en Madrid, tratando de encontrar una solución estable para sus protegidas, de modo que el obispo de Córdoba se encontraba reducido a la impotencia, ya que las fugitivas no formaban una comunidad canónicamente constituida. El P. Ortiz Urruela murió súbitamente; pero un jesuita, el P. Cotanilla, se encargó de ayudar a las religiosas, y las autoridades eclesiásticas les permitieron finalmente establecerse en Madrid. En el verano de 1877, las dos primeras, Rafaela y su hermana Dolores, hicieron la profesión.

León XIII, el 29 de enero de 1887, les cambiaría el nombre por Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, aprobando definitivamente el Instituto y temporalmente sus Constituciones (inspiradas en la regla de San Ignacio). Su deseo era "que todos lo conozcan y lo amen". Fue nombrada superiora de la congregación, trasladándose a Roma, donde permanecería 32 años.

Santa Rafaela María fue una persona que supo amar, y amó siempre. Su misión en la vida fue comunicar a muchas personas de qué manera asombrosa Dios ama a cada uno como si fuera único. Ella siempre buscó que su Congregación fuera “universal como la Iglesia”. Hoy su influencia llega a miles de personas de Europa, América, África y Asia, a quienes comunica la esperanza de que vale la pena vivir y dar la vida.

El secreto que iluminó su vida lo encontró en el amor del Corazón de Jesucristo manifestado especialmente en la Eucaristía. Ese fue su sol, y quiso compartirlo con todos. Tuvo la experiencia que “de la Eucaristía sale todo”, el amor reparador de Dios nos devuelve la alegría de la salvación capacitándonos a vincularnos como hijos de un mismo Padre, hermanos entre nosotros y señores de la Creación.

Las Esclavas del sagrado Corazón de Jesús viven la reparación al Corazón de Jesús por la participación plena en el misterio eucarístico. La misión, centrada en la Eucaristía, tiene las dos expresiones características de siempre:

La Eucaristía expuesta a la adoración de, los pueblos. Por eso las capillas están siempre abiertas accesibles. El culto de adoración es público.

La acción apostólica de la educación evangelizadora: incluye la promoción humana, el anuncio del Evangelio y la ayuda para una interiorización personal y comunitaria de la fe.

El tipo de obras que llevan adelante para vivir esta misión son: Colegios, Centros de Espiritualidad y pastoral Parroquial. (cf. Constituciones 2,3, 7)

De Rafaela María recibe la Congregación la “herencia” de una forma de mirar el mundo con esperanza y misericordia, descubriendo en él las faltas de Vida, las necesidades de “Reparación” de las “heridas”, que sólo el amor del Corazón manso y humilde de Jesús puede sanar

Es clave para entender su carisma este trozo de carta en la que “encarecidamente le rogamos y suplicamos se digne concedernos la gracia inestimable de tener reservado en nuestras capillas, para nuestro mayor consuelo espiritual y principal objeto de nuestra reunión, a Jesús sacramentado… Esperamos esta gracia para sus hijas, que no aspiran a otra cosa en este mundo que adorar a Jesús Sacramentado, consagrarse para siempre a su amor, enseñar la doctrina cristiana a los chicos pobres, hospedar señoras y señoritas que quieran hacer algunos días de Ejercicios Espirituales” (carta 34)

Y su sentido misionero universal queda patente en esta otro: “Démosle todo, todo el corazón, a Dios; no le quitemos nada, que es muy chico y Él muy grande. Acrecentemos el celo por las almas, pero no por ocho ni por diez, sino por millones de millones, porque el corazón de una Reparadora no debe circunscribirse a un número determinado, sino al mundo entero, que todos en él son hijos del Sagrado Corazón de nuestro buen Jesús y todos le han costado su sangre toda, que es muy preciosa para dejar perder ni una sola gota” (carta 121)

En 1892 su vida iba a experimentar un giro de ciento ochenta grados: Es bien claro que Dios quería santificarla por el camino de la humillación. Había una desunión de pareceres entre ella y sus más cercanas colaboradoras, principalmente con su hermana Dolores, quien había cambiado su nombre en su consagración por el de Pilar. Rafaela María no cesará de reconocer la recta intención que animaba a quienes la hacían sufrir y verá en ellos meros “instrumentos” puestos por Dios para santificarla. El sacrificio era duro y su actitud no se explica sino recurriendo a su profunda humildad. Amante de la verdad, sufría lo indecible viendo que la verdad no podía abrirse paso. Lo calificó algunas veces de martirio. Se le ofrecen varios caminos para escoger, pistas poco claras, y Rafaela María opta por la renuncia a su cargo como General de la Congregación, ella nunca había tenido pretensiones de fundadora, había ocupado ese cargo muy a pesar suyo. No deseando otra cosa que la paz de todas, “aunque me costase a mí la vida”, escogía de muy buena gana la humillación por el bien del Instituto. Con estos sentimientos firma su renuncia al cargo el primer viernes de marzo de 1893 y, otro viernes, se le comunica que la Santa Sede acepta su resolución.

Si el 10 de febrero de 1869, al morir su madre, Rafaela María puso norte hacia Dios en este Viernes Santo de 1893, va a alborear una nueva vida: la suya, escondida con Cristo, para que su historia quede escrita en la sola mente de Dios. Al trabajo incansable por los caminos del mundo iba a sucederle el pequeño trabajo de cada día por las sencillas dependencias de la comunidad de Roma. Ahora, más que nunca es necesario vivir el tiempo con dimensión de eternidad. Lo importante no era hacer, sino exclusivamente el ser: “Si logro ser santa, hago más por la Congregación, por las hermanas y por el prójimo que si estuviera empleada en los oficios más apostólicos”. Desde su vivir y ser callado y silencioso, las esclavas iban encendiendo focos de anuncio evangélico centrados en la Eucaristía. Con su actitud orante, resultaban maestras de oración en un mundo que empezaba a secularizarse. Durante los últimos treinta y dos años de su vida, Rafaela María no ocupó ningún cargo en la Congregación, sino que vivió en la oscuridad, entregada a los trabajos domésticos, en la casa de Roma.

Rafaela María se dejó “atrapar” por el amor de Dios y no pudo hacer otra cosa que responder con todo su amor en cada momento. “Soy toda de Dios. Yo sé por experiencia cuánto me ama y mira por mí. Dejarme en las manos de mi Dios con entera confianza, como una hija en los brazos de su madre. Viéndome pequeña estoy en mi centro porque veo todo lo hace Dios en mí y en mis cosas, que es lo que yo quiero”. Creyó que la comunión es el verdadero camino hacia el Reino y se hizo, como Jesús, pan y vino hasta dar la vida.

Rafaela María fue una mujer enamorada de la vida. Se sintió amada especialmente por Dios y, a pesar de las dificultades que vivió, lo encontró en todo, y vivió reconciliada y reconciliando. Supo amar a cada persona en lo que era y alentarla para que pudiera ser lo que Dios soñaba de ella. Creía en las personas y en sus posibilidades. “Mi Señor Jesucristo es quien vive en mí, y así todo mi ser y obrar debe respirar la vida de Cristo que vive en mí… debo trabajar por atraer a todos a que conozcan a Cristo y le sirvan”. Rafaela María mantuvo su mirada en el corazón de Jesús, y Él la hizo mansa y humilde.

Sin duda alguna, en esos años se santificó enormemente. Tantas eran las virtudes de que hacía gala la hermana Rafaela María que fue conocida como «la humildad hecha carne». La total abnegación no debía ser fácil a una mujer de su carácter, que había fundado una Congregación religiosa en circunstancias tan difíciles.

La madre Rafaela es una santa que pasó la mitad de su vida en el martirio de un tratamiento injusto. En sus últimos años, su rostro reflejaba el valor y la mansedumbre. El cirujano que la operó poco antes de su muerte resumió su vida en una frase: "Madre, es usted una mujer valiente". Ella lo había expresado de otro modo, muchos años antes: «Veo claramente que Dios quiere que me someta a todo lo que me sucede, como si le viera a Él mismo ordenármelo".

De la admiración al cansancio y al olvido, realizando duros trabajos y sufriendo constantes humillaciones, vivía en la humildad y el perdón. Una "aniquilación progresiva y de martirio en la sombra", como dijo Pío XII.

Se divulgó que su razón se había nublado, como efecto del prolijo padecer. Sin otra réplica que la de sus virtudes y su proceder exquisito, se abrazó a la cruz. "Si logro ser santa hago más por la Congregación, por las hermanas y por el prójimo que si estuviera empleada en los oficios de mayor celo". El día 17 de junio de 1903 la visitó la Madre Pilar en Roma, su hermana mayor, se abrazarían por última vez.

El 6 de enero de 1925, día de la Epifanía del Señor, hacia las seis de la tarde, expiró suavísimamente. En la iglesia de Via Piave, en su propia iglesia, se daba en ese momento la bendición con el Santísimo; apenas unas horas antes ella expresaba un solo deseo: “Por favor, hermana, cuando parezca que ya me he muerto, sígame diciendo el nombre de Jesús al oído. Yo no podré ya decirlo, pero me gustaría oírlo hasta el final”. Pues ella resumiría su vida así: "solo en Jesús, por Jesús y para Jesús, toda mi vida y todo mi corazón y para siempre".

Santa Rafaela María murió el día de la Epifanía de 1925, fue beatificada en 1952 por Pío XII, y canonizada por Pablo VI en 1977.

CONOCE LA CASA DÓNDE NACIÓ SANTA MARÍA RAFAELA EN PEDRO ABAD

6.- BEATO BARTOLOMÉ BLANCO MÁRQUEZ.

 


     La misión de la Iglesia es solamente una: la misión del Padre, encarnada por Jesucristo, realizada con el poder del Espíritu Santo. Lo que varían son los tiempos y los destinatarios. Así pues, misionero es el que, respondiendo a la llamada del Padre, vive al aire del Espíritu Santo, actualizando al entregado para la vida del mundo encarnando y expresando el perfil de las bienaventuranzas… El auténtico misionero es el santo (cf. Rmi 90).

Dentro de los inmensos horizontes que permanentemente tiene la misión evangelizadora de la Iglesia, un objetivo prioritario lo constituye el mundo de los jóvenes y el de las situaciones de marginación y pobreza, y ese fue el horizonte en el que se desarrolló la vida del Beato Bartolomé Blanco, al que habrá que añadir el de hostilidad declarada a la Iglesia y a todo sentimiento religioso.

En ese ambiente nació y creció Bartolomé, pero el Espíritu de Dios, que siempre está con nosotros, tomó la iniciativa y eligió, forjó, acompañó y envió al que fue un testigo del amor de Dios, con el formato y la escuela de Cristo, y con una capacidad sobrenatural para reaccionar siempre amando hasta llegar a ofrecer la vida por aquellos que se la quitaron.

Bartolomé Blanco Márquez, nació el día 25 de diciembre de 1914, hijo de Ismael Blanco Yun y de Felisa Márquez Galán, en el pueblo de Pozoblanco (Córdoba). El día 30 de octubre de 1918 murió su madre y desde esa fecha es acogido, él y su padre, por unos tíos suyos.

Desde la escuela empezó a distinguirse por su capacidad, de manera que su Maestro, debido a su sabiduría, le dio el título de “capitán”, título que ostentó hasta que se puso a trabajar, pues ninguno pudo arrebatárselo. Este título se ganaba por medio de un examen que mensualmente se hacía de todas las asignaturas y el que más puntos obtenía era el que lo ganaba, y Bartolomé durante su vida escolar fue siempre el primero, o sea el “capitán”.

A la edad de ocho años se presentó al examen o certamen de la catequesis en la Parroquia de Santa Catalina, de Pozoblanco, ganando en dicho certamen el primer premio que consistía en un borrego, por saberse todo el Catecismo con preguntas y respuestas.

Ya en esta primera etapa de su vida alguien empezó a poner los cimientos de una personalidad humana sobre los que poder construir lo que posteriormente será su personalidad misionera. Ese alguien fue su Maestro de escuela D. Fausto Tovar Ángulo, a quien le escribirá agradecido por haberle llevado por el recto camino que lleva al cielo. Fue su primer “maestro”, quien puso en él las bases de la honradez, del trabajo, de la constancia, de la responsabilidad. Alguien que consiguió que, el que era aún un niño cuando tuvo que dejar la escuela, tuviera la suficiente madurez como para escribir una carta de agradecimiento a él y a sus compañeros de escuela… Aquí radica una primera forja de Bartolomé.

El día 6 de septiembre de 1926 en las proximidades de Hinojosa del Duque, el carro que iba a cargo del padre de Bartolomé, tumbó y le ocasionó su muerte, quedando desde este día huérfano de padre y madre. A los pocos meses Bartolomé tuvo que abandonar la escuela poniéndose a trabajar en un taller familiar, aprendiendo el oficio de sillero.

Una vez abierto el colegio salesiano de Pozoblanco (septiembre de 1930), Bartolomé fue asiduo al oratorio festivo y ayudó como catequista. El director del colegio, don Antonio do Muiño, le facilitó máquina de escribir y libros, y le invitó a participar en los círculos de estudios, auténtica palestra de formación.

Esta fue la segunda escuela que forja la personalidad misionera de Bartolomé, el Oratorio salesiano de Pozoblanco y su director D. Antonio do Muiño. Un Oratorio es ante todo “casa que acoge, parroquia que evangeliza, escuela que encamina hacia la vida, y patio donde encontrarse como amigos y pasarlo bien” (Constituciones y reglamentos, Art. 40); busca devolver a los jóvenes la dignidad social, la esperanza de un futuro mejor, la alegría de vivir y la conciencia de ser hijos amados de Dios, la salvación de la juventud; tiene como objetivo el “formar buenos cristianos y honestos ciudadanos”. Esta va a ser la forja constituyente de su militancia cristiana, de su compromiso misionero a través de la Juventud Masculina de la Acción Católica, interesándose por la Doctrina social de la Iglesia e iniciando su compromiso con el mundo de la marginación y de la pobreza reinantes.

Cuando en 1932 se estableció la Juventud Masculina de Acción Católica en Pozoblanco, Bartolomé fue elegido secretario. Se interesa por la Doctrina social de la Iglesia e inicia su apostolado entre los obreros valiéndose de sus dotes como orador.

Ya en enero de 1934, en Madrid, conoce a D. Ángel Herrera Oria, futuro obispo de Málaga y Cardenal, quien le facilita su participación en el Instituto Social Obrero. Esto le permite viajar junto a otros compañeros por FranciaBélgica y Holanda para conocer de cerca las diferentes organizaciones obreras católicas. A su vuelta a Pozoblanco, en poco más de un año, funda ocho sindicatos católicos en la provincia de Córdoba.

Y este constituirá el tercer pie del trípode en la configuración misionera de Bartolomé, la escuela de D. Ángel Herrera Oria, quien sería obispo de Málaga y Cardenal. Este fue un gran “formador de hombres”, alguien que prefirió sacrificar su brillante carrera profesional para obedecer a quienes le encargaron finalidades apostólicas. Por eso estuvo desde sus inicios con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (hoy ACdP), fundada a finales de 1908 por el jesuita Ángel Ayala, con ocho jóvenes de los llamados “luises”, a los que el Sr. Nuncio impuso la insignia de la Asociación el 3 de diciembre de 1909. Uno de ellos era Ángel Herrera, que con solo 23 años fue elegido su primer presidente, cargo en el que estuvo hasta 1935. Las soluciones humanistas que aportaba el Cardenal se basaban en las encíclicas promulgadas por los sucesivos pontífices, fuentes de la Doctrina Social de la Iglesia, desde la Rerum Novarum del papa León XIII en 1891, pero sobre todo la encíclica Mater et Magistra del papa san Juan XXIII en 1961, a la que definía Herrera Oria como la Carta Magna de la agricultura.

El apostolado de Herrera Oria en el campo andaluz y su constante preocupación se pone de relieve en sus escritos durante la II República (1931-1936), siendo Herrera Oria presidente la Acción Católica Española, donde continuamente postula la necesidad de la Reforma Agraria, con el fin de evitar la revolución que proponían algunos sectores radicales de izquierda. Y en este caldo de cultivo es donde madura y florece el ardor misionero de Bartolomé quien, tras haberse formado en la Doctrina social de la Iglesia con D. Ángel, se lanza a la creación de ocho sindicatos católicos en Córdoba.

El manantial de su actividad desbordante y de su ardor apostólico fue su sólida vida interior, centrada en la oración, en el amor a la Eucaristía, en la participación asidua en los sacramentos, en la devoción a la Virgen, en la dirección espiritual, en los ejercicios espirituales, como él mismo nos descubre en su plan de vida.

Con todo, a Bartolomé, como a tantos miles de cristianos en España y en el mundo entero, le llegó la hora de la prueba. En su Patria se había encendido un odio feroz contra Cristo y contra la Iglesia. Muchos hombres y mujeres eran asesinados simplemente por el delito de ser católicos. Y todos sabían que Bartolomé era un católico convencido que había estudiado con los salesianos, y que era secretario de los jóvenes de la acción católica en su pueblo natal, Pozoblanco.

Hacía el servicio militar en Cádiz y, estando de permiso en Pozoblanco, fue encarcelado el 18 de agosto de 1936. El 24 de septiembre fue trasladado a la cárcel de Jaén, en cuyo pabellón de ‘Villa Cisneros’ tuvo la suerte de coincidir con quince sacerdotes y otros muchos seglares fervorosos. En dicha cárcel fue juzgado y condenado a muerte el día 29 de septiembre por su condición de propagandista católico. Se defendió solo ante el tribunal. Debido a su elocuencia y la firmeza con la que defendió sus profundas convicciones religiosas, trataron de ganarlo para su causa al comprobar sus cualidades como líder social, pero no lo consiguieron.

En el juicio sumarísimo por el que tuvo que pasar, Bartolomé dejó constancia inequívoca de sus creencias. Tanto el juez como el secretario del tribunal no dudaron en mostrarle su admiración por las dotes personales que le adornaban y por la entereza con que profesó sus convicciones religiosas. Trataron incluso de ganarlo para su causa al comprobar sus cualidades como líder social. No lo consiguieron. Bartolomé oyó al fiscal solicitar en su contra la pena capital y comentó sin inmutarse que nada tenía que alegar, pues, caso de conservar la vida, seguiría la misma ejecutoria de católico militante. Siempre se había caracterizado por confesar su fe con optimismo, elegancia y valentía.

Antes de entrar en la celda reservada a los condenados a muerte, repartió su indumentaria entre los encarcelados necesitados, mientras confortaba a otros condenados. Un testigo asegura que “era tanta su alegría que parecía dar la impresión de ir a un banquete o a una boda”.

La carta que la víspera de morir escribe a su novia es una prueba fehaciente de su grandeza de alma, de su fe inquebrantable, de su fortaleza en el martirio, de su seguridad y confianza en lo que espera: “Cuando me quedan pocas horas para el definitivo reposo, solo quiero pedirte una cosa: que en recuerdo del amor que nos tuvimos y que en este momento se acrecienta, atiendas como objetivo principal a la salvación de tu alma, porque de esa manera conseguiremos reunirnos en el cielo para toda la eternidad, donde nadie nos separará”.

Sus compañeros de prisión han conservado los emotivos detalles de su salida para la muerte el 2 de octubre de 1936. Antes de ser conducido al lugar de ejecución se descalzó para ir como Jesucristo fue al Calvario, con los pies descalzos, para parecerse aún más a Él. Al ponerle las esposas, las besó con reverencia, dejando sorprendido al guardia que se las ponía. No aceptó, según le proponían, ser fusilado de espaldas, ni que le vendaran los ojos. “Quien muere por Cristo –dijo-, debe hacerlo de frente y con el pecho descubierto”. Murió de pie, junto a una encina, con los brazos en cruz, perdonando a quienes lo mataban. Mientras gritaba ¡Viva Cristo Rey! fue acribillado. Tenía 21 años. Sus restos reposan en la iglesia del Colegio salesiano de Pozoblanco.

Así rubricaba su testimonio final, el de ofrecer la vida por aquellos que se la quitan, el testimonio del perdón, el acreditativo del señorío de Dios en su vida, el de la santidad. Y este lo rubrica con su manera de sufrir y de morir. Bartolomé reparte todo lo que tiene entre los encarcelados y necesitados, los consuela en su deplorable situación, y no pierde el ánimo ni la alegría. Más aún, cuando llega la hora de su fusilamiento quiere imitar a Jesús en sus más mínimos detalles: ir descalzo, besar lo que le aprisiona y encadena, afrontar la muerte de frente y a pecho descubierto, morir con los brazos en cruz, y lo más definitivo: con la actitud de perdón que deja clara en la carta a sus tías y primos:

Sea esta mi última voluntad: perdón, perdón y perdón; pero indulgencia, que quiero vaya acompañada de hacerles todo el bien posible. Así pues, os pido que me venguéis con la venganza del cristiano: devolviéndoles mucho bien a quienes han intentado hacerme mal”.

Fue beatificado por S.S. Benedicto XVI, en Roma, el 28 de octubre de 2007, junto con otros 497 mártires de la persecución religiosa en España entre 1934 y 1937.

CONOCE UN RAMILLETE DE VÍDEOS SOBRE EL BEATO BARTOLOMÉ BLANCO

7.- BEATA VICTORIA DIEZ Y BUSTOS DE MOLINA.


Victoria nació en Sevilla, el 9 de noviembre de 1903, hija única de José Díez Moreno,  de Cádiz,  de profesión escribiente y apoderado de una casa comercial de Sevilla, y de Victoria Bustos de Molina, ama de casa. Ambos ponen toda su atención e interés en la formación de su hija única, en la que pronto destacan cualidades hondas, que los años irán perfilando cada vez más.

Victoria es una joven inquieta, morena; tímida y frágil. De poca estatura externa y en su interior la pequeñez de los grandes, la fortaleza de quien se ha fiado de un solo Señor. Sobresale en ella su prematura capacidad de entrega a los demás y una especial sintonía con cualquier manifestación de fe.

Sus cualidades artísticas hacen que curse seis años en la Escuela de Artes y Oficios de Sevilla.  Pero su vocación principal era de maestra, así le gustaba a ella que la llamaran, realizando sus estudios  de Magisterio entre 1919 y 1923 que obtiene el título de maestra en la Escuela de Magisterio de Sevilla  con brillantes calificaciones.

En 1925 se estableció la Institución Teresiana en Sevilla con una academia internado para estudiantes de Magisterio denominada «Santa Teresa», para estudiantes de Magisterio. El 25 de abril de 1926, Victoria y unas amigas acuden a una conferencia que da la directora de este centro María Josefa Grosso. Victoria llamó a ese momento: La tarde del encuentro. El objetivo de la academia era formar a los maestros y maestras que accedían a la enseñanza pública y estimular la innovación pedagógica en aquellos que ya ejercían esta profesión. Es el carisma de la Institución Teresiana llevado a la práctica en el vivir cotidiano, la fuerza transformadora del creyente a través de su profesión, uniendo “fe y vida”. Es una prueba elocuente de que la santidad es posible para quienes viven su profesión como un camino de audacia y de entrega al Evangelio.

La Institución Teresiana es una Asociación Internacional de Laicos de la Iglesia Católica, cuya finalidad es contribuir a la promoción humana y social, a través de mediaciones educativas y culturales, participando de la misión evangelizadora de la Iglesia. San Pedro Poveda, selló su fundación en Covadonga (Asturias) en 1911. Sus asociados son mujeres y hombres que viven los valores del Evangelio, procuran una seria preparación y realizan la misión de la Institución Teresiana en entidades públicas y privadas de la acción social y educativa a través del ejercicio de sus profesiones, desde el mismo carisma, estilo y espiritualidad. Participan de una misma vocación integrados en asociaciones con diferentes compromisos. Existen también en torno a la Institución Teresiana movimientos juveniles, así como movimientos socioeducativos, asociaciones de antiguas y antiguos alumnos y grupos de colaboradores que comparten la espiritualidad y rasgos del carisma Povedano. El nombre “Institución Teresiana” está inspirado en Santa Teresa de Jesús (Ávila) quien, en palabras de san Pedro Poveda, vivió “una vida plenamente humana y toda de Dios”.

San Pedro Poveda realmente se adelanta a su tiempo cuando intuye que los laicos, los creyentes de a pie, van a ser instrumentos privilegiados para un cambio que favorezca la dignidad de la persona, basado en el humanismo de Jesús de Nazaret; algo que supone pasar por la vida con un hondo sentido del otro, siendo compañeros del género humano. La idea de unir fuerzas le impulsa a fundar una asociación dentro de la Iglesia que una las energías de muchos en una misma causa: llevar el Evangelio a la sociedad utilizando especialmente la educación y la cultura.

Así pues, después de su incorporación a la Institución Teresiana, Victoria se quedó en Sevilla preparando oposiciones y dando clase en la Academia-Internado. Tras ganar las Oposiciones en 1927 fue destinada a Cheles (Badajoz)  en que estuvo tan solo un curso. Allí mejoró la escuela local, organizó la Bibiloteca, luchó contra el absentismo escolar trabajando con grupos de niñas y las jóvenes del pueblo llevando sus métodos pedagógicos renovados: excursiones al campo, cantos, actividades con las alumnas y labores. Mantiene correspondencia con Josefa Segovia Morón en la que le cuenta sus vicisitudes. No fue fácil su estancia en Cheles. Pero con ánimo decía: «Cuando pienso que estas almas están dispuestas por Dios, y quién sabe si por mí, que nada soy, quiere salvarlas, me encuentro revestida de una fortaleza que solo con la gracia se puede tener».

En 13 de junio de 1928 recibe su nombramiento para Hornachuelos (Córdoba)  con 25 años y con clara conciencia de haber recibido una importante misión: le habían confiado un pueblo y se sintió responsable de él. Ella entiende que su verdadero "destino" está en Hornachuelos, lugar serrano de Córdoba donde permanecerá desde el año 28 hasta el final de sus días, en agosto del 36. Al verlo a distancia la joven maestra siente el deseo de conocerlo a fondo, de entrañarse con su gente, de hacerse para todos, y lo exterioriza en una frase que ha quedado definitivamente escrita en la historia de su corta vida: "Señor, pídeme precio por la salvación de este pueblo"… Y parece que Dios le tomó la palabra, pero nada la detendría.

Victoria Díez había llegado a Hornachuelos con su madre, que también la había acompañado en su destino de Cheles. Su padre había quedado en Utrera, un pueblo de Sevilla en el que trabajaba y en el que necesariamente vivía.

Durante los próximos ocho años que vivió en Hornachuelos (1927-1936), Victoria desarrolló una intensa actividad al servicio de la Iglesia y de la sociedad civil. Ella, además de sus tareas como maestra, creó la catequesis infantil e impulsó la Acción Cateólica  (AC), tras la prohibición de impartir religión en los colegios públicos por el gobierno de la II República,  continuó dando catequesis,  colaboró en la reedificación de la escuela y continuó con su novedoso sistema pedagógico: tenía en sus clases gimnasia rítmica,  clases al aire libre, excursiones a Córdoba y Sevilla, enseñaba cantos y pintura; organizó cursos nocturnos para mujeres trabajadoras y una biblioteca para antiguas alumnas, ayudó a las familias necesitadas del pueblo y la nombraron Presidenta del Consejo Local del Pueblo.

Pero si conquistó enseguida aquella pequeña sociedad de Hornachuelos no fue precisamente por su brillantez ni por todo lo que "hizo", con ser mucho, por ampliar las posibilidades humanas del entorno. Ya había dicho san Pedro Poveda -ella lo sabía bien- que los hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles porque sin deslumbrar alumbran, esto es, por sus frutos, por su forma de situarse y compartir la vida. Esta fue la gracia de Victoria en lo que serían sus últimos ocho años: llevar hasta el extremo el "reto del dar"; allanar caminos, implicarse en las necesidades, sobre todo de los más humildes, contagiar la fe que lleva a flor de piel, hablar sin miedo.

Digna seguidora de san Pedro Poveda acierta a ver el valor de lo sencillo, la grandeza de lo pequeño, que "no hay que ser rico para dar", y desde esta clave favorecer todo aquello que potencia la vida. Victoria encarna perfectamente el tipo de persona de el Fundador quiso para la Institución Teresiana: "Un exterior común y singularísima por dentro". Ella, desde luego, lo era porque en aquella muchacha aparentemente débil había mucha "victoria".

Durante los difíciles años de 1932 a 1934 por las diferencias ideológicas de los españoles, Victoria nunca mostró una inclinación política y mantuvo una colaboración tanto con el Ayuntamiento de derechas como el posterior de izquierdas, llegando a ser secretaria de la Junta de Enseñanza. Era querida y respetada por todos los del pueblo. En los prolegómenos de la Guerra Civil Española, la iglesia de Hornachuelos fue incendiada. Tras intensos meses de trabajo, y con la infatigable colaboración de Victoria con el párroco, se consiguió abrir de nuevo y la volvieron a saquear en los primeros días de la guerra civil.

El 20 de julio de 1936, recién estallada la guerra civil española, arrestaron al párroco de Hornachuelos D. Antonio Molina. El 11 de agosto dos hombres armados pidieron a Victoria que acudiera con ellos al Comité a prestar declaración. Ya no la dejaron volver a su casa. La dejaron prisionera en una de las casas en la plaza del pueblo. A pesar de las gestiones de diferentes personas para que fuese liberada, no se logró el objetivo.

Victoria sabía que “creer bien y enmudecer no es posible”, y ella creyó hasta el límite de dar la vida y la entregó. Ella, al llegar a Hornachuelos pidió "precio" por la fe del pueblo y lo pagó con la vida. Su corta biografía es hoy un verdadero testimonio que la prolonga en el tiempo.

En la madrugada del día 12 de agosto, Victoria fue conducida junto con 17 hombres a las afueras del pueblo para emprender una marcha de 12 kilómetros  sin vuelta posible, en la que Victoria alienta a los hombres: ¡Ánimo, adelante, Cristo nos espera! Recorría ese último camino con la conciencia de seguir los pasos de su Maestro Jesús de Nazaret de ser “crucifijo viviente”, característica del espíritu teresiano animado por san Pedro Poveda, quien había corrido igual suerte hacía apenas unas semanas, el 28 de julio. Victoria hubiera podido salvar su vida retractándose de su fe, eligió ser testigo de “Cristo Rey” hasta el final. Llegados a un caserón de la finca, fueron sometidos a un juicio en el que todos fueron condenados a muerte.

Victoria, la única mujer, presenció la ejecución de sus compañeros. Los hombres fueron fusilados uno a uno ante la boca de uno de los pozos mineros de la Mina del Rincón, ella fue fusilada la última. En noviembre fue sacado su cuerpo y enterrado en el cementerio de Hornachuelos, donde permaneció enterrado durante casi 30 años. Sus restos se trasladaron a la cripta que la Institución teresiana tiene en Córdoba  cerca de la Catedral. También se encuentran algunos huesos bajo el altar del monasterio cisterciense de Santa María de las Escalonias en el término municipal de Hornachuelos.

Con su docencia llevó adelante en Hornachuelos una gran actividad en el campo social, cívico y pastoral. Se comprometió en favor de la promoción humana y de la transformación que piden los valores evangélicos, con atención preferente a la promoción de la mujer y de los más desfavorecidos. Fue incansable, para ella los obstáculos eran estímulos. Tenía muy claro el dar la vida cada día a favor de los demás casi sin que se notase. Esos son los ecos de “Doña Victoria”, como le siguen llamando todos en Hornachuelos, que siguen resonando día a día con sentido de eternidad. La recuerdan como una mujer sencilla, menudita, y simpática, que supo colaborar con todos.

El papa san Juan Pablo II, en la ceremonia de beatificación, en Roma, el 10 de octubre de 1993, dijo: “Esta beata es un ejemplo de apertura al Espíritu y de fecundidad apostólica. Supo santificarse en su trabajo como educadora en una comunidad rural, colaborando al mismo tiempo en las actividades parroquiales, particularmente en la catequesis. La alegría que transmitía a todos era fiel reflejo de aquella entrega incondicional a Jesús, que la llevó al testimonio supremo de ofrecer su vida por la salvación de muchos”.

Con motivo del Año Centenario de su nacimiento (1903), Loreto Ballester, Directora de la Institución Teresiana recordó palabras de Victoria y su testimonio de vida “abriendo el camino con su entrega a los suyos, con un ejercicio de la profesión serio y comprometido, "maestra de cuerpo entero", mujer fiel a la fe recibida hasta el martirio, “con Cristo muy dentro del corazón y siempre en primera fila”.

CONOCE LA CASA DÓNDE ESTÁ ENTERRADA LA BEATA VÍCTORIA DÍAZ EN CÓRDOBA

8.- CARIDAD CARBONELL CADENAS DE LLANO


Caridad Carbonell Cadenas de Llano nació en Córdoba el 14 de noviembre de 1916, hija de José Carbonell y de Caridad Cadenas de Llano, en Córdoba, fue la mayor de nueve hermanos. Era la suya una familia acomodada y muy cristiana. Como era común en aquellos días, disfrutó plenamente de su juventud y cuando discernió su vocación en la vida sería, lo que llamamos hoy, una vocación tardía, pero no por eso menos sólida.

Caridad ingresó en la Congregación de las Misioneras de Cristo Jesús, fundada en Javier, provincia de Navarra, en el año 1944, para “siguiendo el ejemplo de S. Francisco Javier, llevar el mensaje de Cristo a los pueblos más alejados y necesitados y lanzarse con gran fortaleza de ánimo a abrir nuevos caminos al Evangelio”. La Congregación nace con el firme propósito de contribuir a la construcción del Reino de Dios, participar en la actividad misionera de la Iglesia. Siempre con Cristo Jesús como centro de sus vidas, desean hacerse presentes allí donde los valores del Reino son desconocidos o aplastados, abriendo, con su trabajo, nuevos caminos al Evangelio y haciendo de sus vidas un signo de la fraternidad universal.

Esta Congregación era la que respondía a los anhelos y sueños de Caridad ya que su carisma, descrito por su fundadora María Camino, reza así: “Prestar un servicio a la Iglesia misionera siendo auxiliares de la Iglesia en los campos de misión, dando siempre preferencia a las misiones mas difíciles y necesitadas. Como Cristo, sumisas a la voluntad del Padre, mostrando un amor universal a todos los hombres, derramando el bien allí donde fuera mas necesario, sin limitaciones de ninguna clase en las actividades y haciéndolo de un modo sencillo por nuestro servicio y nuestra mistad. Con una autentica vida de familia, sencilla, alegre, con gran amplitud de horarios y planes, acomodada siempre a las necesidades de la misión” (Constituciones de las Misioneras de Cristo Jesús).

Así pues, el carisma de las Misioneras de Cristo Jesús no es otro que el vivir un radical compromiso misionero, vivir siempre y permanentemente con espíritu de sencillez, de oración, abiertos a otras culturas y religiones y dando a conocer el mensaje liberador de Cristo. Se busca un nuevo estilo de ser misionera más ágil y eficaz. Saben que han de ser mujeres de fe y oración, ancladas en lo esencial: el amor a Jesucristo y la consagración a la misión (por eso, añaden un cuarto voto: “marchar y servir a las misiones”). Todo lo demás debe estar al servicio de este ideal. Y así, las estructuras, horarios y normas, serán mínimas, máxima la disponibilidad para el servicio, pronta la respuesta a las necesidades más urgentes.

Caridad entra en contacto con la Congregación sintiendo desde primera hora cómo respondía a lo que ella buscaba, una consagración radical y total a Cristo y a su misión, con una opción preferencial por los más lejanos, los más empobrecidos, por “las misiones”… Y a ella se entregó en cuerpo y alma. Era lo que realmente buscaba, lo que necesitaba, por donde Dios la estaba llamando.

Sor Caridad, que era enfermera, llegó a la India en el tercer grupo de Misioneras de Cristo Jesús el 30 de abril de 1953 y fue inmediatamente destinada al remoto Raliang, muy diferente del Raliang de hoy, siendo el único medio de transporte el caballo, salvo rara vez que iba en algún camión.

Cada vez que rememoraba esos principios ella misma decía: “como no sabía ninguna otra lengua, salvo la mía, la superiora me dijo: ‘llámame si no puedes entender lo que te dicen los pacientes’, pero tengo que reconocer con toda sencillez que tenía que estar todo el tiempo corriendo a llamar a la superiora, porque no podía comprender absolutamente nada”.

Con todo, esto no suponía dificultad alguna para Sor Caridad a la hora de dar sus servicios de enfermera, algo que hacía realmente bien y para lo que estaba muy preparada. Su servicio era integral, en cuerpo y alma, con servicio y entrega, lo humano y lo divino, un servicio radical y totalmente evangélico.

Sor Caridad continuaba recordando cómo, con la gracia de Dios, comenzó a aprender el vocabulario del dispensario lo primero. Y a continuación añadía: “Las primeras actitudes que me ayudaron a crecer como misionera fueron la humildad y paciencia”, aceptar mi pobreza y saber esperar, aguantar, confiar.

Pues ella era consciente de que formaba parte de una Congregación Religiosa Misionera formada por personas que han sentido la llamada de Dios a vivir y a anunciar el Evangelio, con el testimonio como primera palabra y con el anuncio del amor de Dios y de su Proyecto a continuación, una Congregación exclusivamente misionera y que su testimonio es desde esa universalidad de la Iglesia, para anunciar con nuestro actitud humilde el amor servicial y paciente de Dios, como Jesús.

Ni qué decir tiene que el Pnar fue su segunda lengua para el resto de su vida. Durante cinco años apenas se movió de aquél remoto rincón, donde estuvo casi tres lustros, dedicada a visitar los pueblos para ofrecer servicios sanitarios o de pastoral; todo ello en condiciones muy difíciles, pero siempre contenta y fiel a Dios.

Durante su estancia en este su primer destino, hizo sus votos perpetuos el 11 de abril de 1956. A punto de cumplir sus 40 años, vivía su Consagración, su Dedicación total y exclusiva a Cristo y a su Misión, con todo su corazón, su mente y su voluntad, en su opción preferencial por los más lejanos y marginados, de una manera integral, donde nada del ser humano sufriente y empobrecido le fuera ajeno.

En 1957 encontramos a sor Caridad en la cocina de Nazaret Hospital, donde estuvo casi 20 años. Quizás solo los asociados de cerca con su trabajo llegaron a conocer de verdad a esta hermana atractiva, dinámica y noble. Su celo misionero y la fortaleza que Dios le dio, le hicieron ir más allá de su empleo concreto ofreciendo sus servicios sanitarios y pastorales fuera del recinto de Nazaret Hospital.

Según crónicas del Hospital, ella misma narraba cómo, a petición del P. Manolo Albizuri, párroco entonces de Nongstoin Pyndengre, iba allá los jueves, y trabajaba, junto con otras hermanas o niñas, en el servicio sanitario y en la asistencia pastoral. Estas visitas fueron la semilla para el establecimiento de la Parroquia de Nongstoin.

Del mismo modo, algo más tarde, el padre Vani, sdb, invitó a las hermanas a Ramblang, siendo sor Caridad la más fiel en su respuesta. Hay que ser conscientes de que la llamada a Ramblang suponía una dosis mayor de generosidad y valentía y, como decía el mismo padre Vani: “en su disponibilidad a ir a sitios del interior es donde se muestra lo mejor de la confianza en Dios y del amor al pueblo de esta hermana”.

A sor Caridad le gustaba la música y el baile, cocinar y coser, pero su fuerte era la jardinería. Sus preciosos claveles, fresas y uvas, incluso en el minúsculo campo de Nazaret, se recuerdan todavía, y en Sonoàhar la recuerda todo el mundo. Ella amaba a la gente y sentía auténtica predilección por los jóvenes… Seguro que desde el cielo tiene que estar sonriendo ahora viendo a todas las hermanas junioras y novicias en un amoroso coro de despedida.

Sor Caridad tenía muchas facetas, podía relacionarse con todo el mundo, a pesar de su difícil lingüística. Realmente vivió el sacramento de la existencia cotidiana, el poder ordinario, anodino incluso, pero lleno de gracia de vivir una vida buena. Siempre con Cristo Jesús como centro de su vida, deseaba hacerse presente allí donde los valores del Reino son desconocidos o aplastados, abriendo, con su trabajo, nuevos caminos al Evangelio y haciendo de su vida un signo de la fraternidad universal.

Sor Caridad, como buena Misionera de Cristo Jesús, aprovechaba todos los momentos para reconocer el amor que Dios ha profesado en ella haciendo suyo el programa de vida de la Congregación: “Nuestras manos, al estrechar otras manos, se han abierto al compartir. Hemos colaborado a abrir nuevos caminos al Evangelio sintiendo siempre la cercanía y fidelidad del Señor. Seguimos confiando en que El continuará su obra en nosotras y le damos gracias porque su fidelidad hace posible la nuestra y nos ayuda volver a El cuándo nos despistamos”

Hasta los 91 años estuvo bien y con salud, capaz de seguir su práctica ordinaria y sus trabajos en la comunidad. La enfermedad le ensombreció los dos últimos años, pero como la luchadora que siempre fue, luchó por cada minuto extra rehusando claudicar, con la misma tenacidad y fe con que siempre vivió.

Los últimos seis meses, esta hermana alta y fuerte, se redujo a huesos y piel, con extremidades hinchadas y supurantes. Ella, que había cuidado de la cocina y ropería de un hospital de 100 camas, ahora necesitaba ser ayudada en todo… y se entregó plenamente sin la más mínima queja; al contrario, cuando alguien entraba en su cuarto, su débil pero genuina sonrisa iluminaba la estancia. Te llenaba con su bondad, en medio de sus males. La humildad con la que sor Caridad aceptó su penoso deterioro, manteniendo a la par su pasión por la vida mientras Dios así lo quisiera, fue su cualidad extraordinaria. Verdaderamente, como Job en el Antiguo Testamento, sor Caridad manifestó con su aceptación y paciencia, su inquebrantable confianza en Dios. “Si aceptamos de Dios las cosas buenas, ¿no deberemos tomar también las malas?”.

Un esbozo de sor Caridad quedaría incompleto si no mencionásemos su gran don de agradecimiento: “Dios te lo pague”, le salía de todo lo hondo del corazón inmediatamente. Atribuía este don a su madre, y su profunda confianza en Dios a su padre. Sin duda uno de los desafíos mayores es vivir y amar a pesar del dolor y el sufrimiento, agradecer, en medio de todo.

La hermana Caridad Carbonell Cadenas, nacida en Córdoba, Misionera de Cristo Rey, falleció a las 6 de la tarde del 8 de octubre de 2009 en Shillong (India) a los 92 años de edad, murió como vivió, sin ostentación, sin ruido, silenciosamente, dejándose en las manos de Dios.

Con 36 años salió de España hacia la India. Sus padres, José y Caridad, pensaban que la misión los separaría para siempre de su hija. Pero ellos -al igual que el resto de sus familiares- se han sentido siempre vinculados a ella, manteniendo el contacto frecuentemente; sus hermanos en Madrid, su prima Julia y sus amigas en Córdoba, todos la recuerdan por su santidad.

Su labor durante los 67 años que ha estado en este país asiático se ha centrado en sanatorios y cuidados de base, conviviendo con las gentes del lugar y aprendiendo los dialectos de la zona.

Su amor por la misión le ha hecho permanecer en India para difundir el mensaje de Cristo y trabajar con los más desfavorecidos del planeta. Allí murió, como era su deseo; y allí reposarán sus restos.

9.- PEDRO MANUEL SALADO DE ALBA.


Pedro Manuel Salado nace el 1 de enero de 1968 en el seno de una familia cristiana de Chiclana de la Frontera (Cádiz); es el tercero de 6 hermanos. En esta familia numerosa aprende el valor de la fraternidad y de la sencillez. Es un joven emprendedor y, a la vez, tímido; apasionado de la electrónica.

Con experiencias como la visita que realizó a Taizé, Dios le va marcando a Pedro Manuel el camino, que desembocará en la Familia Eclesial “Hogar de Nazaret”.

Esta comunidad católica pertenece a los nuevos movimientos eclesiales, y es fundada por María del Prado Almagro en 1978, en Córdoba (España). Es una Institución de vida consagrada, misionera, que nace en la Iglesia con el deseo de ofrecer objetivos claros:

Un camino de santidad, siguiendo la máxima evangélica "si el grano de trigo que cae en la tierra muere, da fruto" (Jn 12,24).

Y una misión: atender, desde los valores de la Sagrada Familia de Nazaret, a niños y jóvenes en situación de riesgo de exclusión social, ofreciéndoles un hogar con un ambiente lo más parecido a una familia, en los que se da una educación humana y cristiana, así como también la atención del apostolado familiar en general.

Esta Familia Eclesial Hogar de Nazaret está integrada por dos ramas, una de mujeres célibes y otra de hombres célibes, clérigos y laicos. Los miembros de estas dos ramas se consagran a Dios, asumiendo los Consejos Evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Viven en fraternidad una exclusiva y radical disponibilidad en la misión.

La misión principal del carisma de esta Institución es la atención a los niños y jóvenes en situación de riesgo de exclusión social, creando hogares donde se sientan siempre acogidos, escuchados, atendidos en todas sus necesidades, en medio de un clima de auténtico cariño. El objetivo es crear una verdadera familia donde se le ofrezca la posibilidad de crecer en estatura sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2,52). Todo lo cual requiere el poder ofrecerles una educación humana y cristiana, una educación integral. Y todo ello vivido con ojos de fe, respondiendo así al Evangelio: «el que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a mí» (Lc 9,48).

El trabajo, sencillo, cercano a la realidad de las personas que nos rodean, el proceso de educación con cada uno de los niños y jóvenes acogidos en los hogares, el deseo de llevar el Evangelio mediante el contacto directo con cada joven, matrimonio, niño o madre de familia, intentando tener siempre presente que el amor es la máxima de la educación... es lo que hemos querido que impulse todas las actividades que se han llevado a cabo.

El trabajo de los distintos Hogares de Nazaret no tiene rasgos de grandeza o apariencia, no es multitudinario ni aparentemente significativo, es sencillo, en lo cotidiano, en el pequeño grupo, en el “tú a tú”.

Estos hogares se realizan con movimientos propios de la Institución y en colaboración con las parroquias y las diócesis. Se dirigen a grupos parroquiales, familias, misiones de barrio y voluntarios.

Al conocer la situación de sufrimiento y abandono en la que tantos niños y jóvenes se encuentran, Pedro Manuel responde a la llamada del Señor en el Hogar de Nazaret. En 1988 comienza el noviciado en el Hogar de Nazaret de Córdoba; emite los primeros votos el 15 de agosto de 1990, y permanece en Córdoba dirigiendo uno de los cinco Hogares que por entonces había en esta ciudad.

En 1999 Pedro Manuel es destinado a Ecuador (América), a la diócesis de Esmeraldas, al Hogar que la Institución tiene en la ciudad de Quinindé. En el año 2002 asume la dirección de la escuela Santa María de Nazaret. Fueron años duros, pues a él le toca la labor de fortalecer y proyectar una escuela con solo 8 años de existencia y con más de 500 alumnos, muchos de ellos procedentes de familias muy pobres.

En este tiempo el “hermano Pedro” (así lo conocían en Ecuador), con su abnegada labor, no solo logró mantener la Escuela, sino que realizó la ampliación hasta terminar con el Bachiller.

Para esta ardua labor tuvo dos secretos que quien lo conoció afirma que era así: el primero de ellos es la obediencia, lo consultaba todo a sus superiores. El segundo era su confianza en la Virgen María, en los años más difíciles de la escuela decía: “Si la escuela se mantiene en pie es por la acción de la Virgen; eso parece claro”.

Sin embargo, el hermano Pedro Manuel huía de cargos; por ello, en el año 2008 pidió el relevo en la dirección de la Escuela, petición que le fue concedida sin dejar por ello la docencia. Su vida eran los niños, pero sobre todo los que estaban acogidos en el Hogar. No escatimaba en tiempo y en esfuerzo para dedicarse a ellos: estudio, juegos, excursiones, teatros familiares, catequesis…

Además de su entrega a los niños, el hermano destacaba por humildad, por su sencillez y por ser un gran trabajador. De él se ha dicho que “pasó por la vida sin hacer ruido”. Unida a esta sencillez destacan también su pobreza evangélica (espiritual y material), su alegría y su bondad: “para servir era el primero” (Mª del Prado).

En una de sus visitas a España, en el año 2003, se vino con el único calzado de unos zapatos para todo. Cuando le entregaron unas zapatillas para jugar fútbol y se le preguntó si le quedaban bien él respondió: “Sí, tengo pie de pobre”.

Otra de las virtudes por las que se caracterizaba Pedro Manuel era por su sentido profundo de la fraternidad. Lo primero para él eran sus hermanos de comunidad; dejaba todo por acudir a atender a algún hermano que pasara por una situación difícil; “era todo para todos”.

El domingo 5 de febrero de 2012, la comunidad misionera se había ido con los niños y niñas que tienen acogidos a una playa cercana a la misión. Estando los niños jugando en el agua cerca de la orilla, de pronto un remolino se llevó a siete hacia dentro. "Los niños estaban tranquilamente en el agua, pero en un momento una fuerza los arrastró para dentro. Creíamos que iba ser una resaca de una ola, pero parece ser que fue algo más, como un remolino", comentó el Hermano Manuel, compañero misionero del Hermano Pedro, poco tiempo después de ocurrido el hecho.

El misionero, sin dudar un segundo, pese al respeto que le tenía al mar, se lanzó al agua para sacar a cada uno de los niños.

"Había un socorrista y un surfero, pero el único que tuvo el arrojo de lanzarse al mar fue Pedro Manuel. No lo dudó; dijo: ‘Tengo que salvar a mis niños'", añadió el compañero.

El Hermano Pedro logró sacar a los siete pequeños con gran esfuerzo, llevándoselos al socorrista. Al faltar los dos últimos (Selena y Alberto), una ola se los volvió a arrebatar, pero el misionero sacó fuerza de donde no la tenía, logrando rescatarlos; pero ya él estaba exhausto, y se ahogó en el mar. El socorrista lo sacó del agua, falleciendo en la orilla del mar.

Su muerte fue para el Hogar de Nazaret un momento doloroso, pero ese mismo día descubrimos rezando el rosario un gozo: “yo quiero ser como Pedro Manuel, porque ha llevado su consagración hasta las últimas consecuencias”.  La apertura de su causa es para el Hogar de Nazaret una palabra de ánimo de la Iglesia, porque ese reconocimiento a su entrega representa la meta que todos “los consagrados queremos alcanzar”.

Al conocer la noticia, el obispo de Esmeraldas, Mons. Eugenio Arellano, afirmaba que “el hermano Pedro murió como vivió” entregado a Dios y a los niños.

"El Hermano Pedro Manuel nos recuerda hasta dónde puede llegar el amor a Dios y al prójimo. El lema de la Familia Hogar de Nazaret es: “Si el grano de trigo cae en tierra y muere da mucho fruto” (Jn 12,24). Y él no le negó nada a Dios en toda su vida", subrayó la Diócesis de Córdoba en nota de prensa emitida el pasado febrero al conmemorarse el 6º aniversario del fallecimiento del misionero. Así lo ha vivido el hermano Pedro Manuel, él ciertamente ha llevado su consagración hasta las últimas consecuencias. El testimonio de este joven misionero sirva de llamada para todos aquellos jóvenes de buena voluntad que desean entregar su vida a Dios y a tantos niños que esperan ser atendidos; “¿Quién nos cuidará a nosotros ahora?” decía uno de los niños salvado por el hermano Pedro. ¿Quieres ser tú?

El 12 de octubre de 2018, Mons. D. Demetrio Fernández González, obispo de Córdoba, a las 12:00 horas, presidió en la Santa Iglesia Catedral de Córdoba la solemne apertura de la causa de beatificación del hermano Pedro Manuel, que constituye la primera sesión de un proceso asumido por la diócesis de Córdoba tras el traslado de competencia del Vicariato Apostólico de Esmeraldas donde, por legislación, se tendría que haber abierto la causa ya que el hermano Pedro Manuel murió allí

 

X.- «ANTONIO CÉSAR FERNÁNDEZ»


En la mañana del 7 de enero de 1946, y en la calle Andrés Peralbo nº 1 de Pozoblanco (Córdoba), tuvo lugar el nacimiento de César, que es inscrito en el Registro Civil con el nombre de Antonio, que luego, en 2014, lo cambiará por el de Antonio César.

Pilar, su madre, pieza fundamental en su vida, se dedicaba a las tareas domésticas, administrando los escasos recursos de aquella época. Su padre, César, jefe de la oficina de Correos, estaba obligado a completar sus ingresos dando clases de diversas materias en el Colegio de los Salesianos y en una Academia. Así, juntos, compenetrados, pudieron criar a sus hasta entonces tres hijos, en una España en tiempos difíciles.

No tardó en llegar a la familia su hermana Patri (07-11-1948), para así vivir una feliz infancia los cuatro hermanos. A la postre serán cinco con Juan Carlos, que llegó un poco más descolgado (08-02-1960), cosas de la época.

Antonio César cursó los estudios infantiles y de bachillerato en el Colegio Salesiano “San José”, de Pozoblanco (Córdoba), donde ingresa el 2 de octubre de 1952. Se deduce de su expediente escolar que era un estudiante brillante.

Pronto se despertó su verdadera vocación religiosa, pues ya de pequeño gustaba “hacer misas”, procesiones y otros actos en los que participaban los niños del barrio. Su abuela Patrocinio le fabricó una “casullita” roja y dorada.

Con 16 años terminó sus estudios y comunicó a sus padres su vocación y la intención de ser salesiano. En San José del Valle hizo el Noviciado, donde también le impusieron la sotana y, tras el Tricinio en Montilla (Córdoba) y el Diaconado en Granada, el 17 de septiembre de 1972 es ordenado Sacerdote en la Iglesia del Colegio “San José” de los PP. Salesianos de Pozoblanco (Córdoba).

Los salesianos son evangelizadores, educadores y comunicadores del amor de Dios. Su carisma está destinado principalmente a los jóvenes, para que se den cuenta que Dios les ama. Un apostolado que se realiza principalmente en obras como: colegios técnicos, escuelas, oratorios, misiones ad gentes y también en universidades.

Es un carisma educativo evangelizador destinado a los jóvenes, particularmente a los más necesitados. En ese educar-evangelizar y evangelizar-educar buscan que se den cuenta de que Dios los ama y de que ellos son importantes para la Iglesia. Son los tres elementos centrales del carisma: evangelizar, educar y comunicar el amor de Dios.

Tras una estancia (1972-1976) como profesor en el Colegio Salesiano “Santo Domingo Savio” en Úbeda (Jaén), cursa estudios de Teología Pastoral en Barcelona (1977); para luego ser destinado a Ronda (Málaga), donde permaneció cinco años (1977-1982). En esta ciudad malagueña fue Capellán de las Hermanas Pobres de Santa Clara – Clarisas (O.S.C.), siendo muy querido por las religiosas de dicha Orden pues, con su intercesión, se hicieron logros impensables hasta el momento. Reflotó el Centro Obrero Católico, de donde salieron algunas vocaciones y, sobre todo, hizo formación de jóvenes en el espíritu salesiano.

En 1975 muere su madre como consecuencia de una larga enfermedad. Después de este óbito, solicitó irse a las misiones en tres ocasiones, lo que prueba que en él habitaba el verdadero “espíritu” de misionero. Sus más allegados amigos manifiestan que, desde pequeño, ya quería ser misionero.

En abril de 1982, en la Iglesia del Colegio Salesiano “San Francisco de Sales”, de Córdoba, se celebra el acto de la Imposición de la Cruz de Misionero y, en ese mismo mes, llega a Lomé (Togo), junto con el P. Lucas Camino y el P. Juan Manuel Melgar, llevando a aquellas tierras la presencia salesiana, inédita hasta entonces.

Antonio César, en principio, procedió a una toma de contacto con las gentes y con el ambiente africano, con el aprendizaje de su lengua, la comprensión de sus costumbres, etc. También estudió bien el lugar, las necesidades y problemas de la gente. Lógicamente, privilegió el trabajo de promoción integral en el sector infantil y juvenil, como corresponde a su carisma salesiano.

Nada más comenzar a dar pasos evangelizadores late en su interior la necesidad de crear Oratorios que sirvan para “formar buenos cristianos y honestos ciudadanos”, la típica obra salesiana que quiere ser para los muchachos:

- Patio, para convivir en libertad, alegría y seguridad;

- Casa, para recibir calor de hogar, alimento, vestido y estancia;

- Escuela–Taller, para capacitarse para la vida y el trabajo;

- Parroquia para recuperar o fortalecer la filiación divina en la Iglesia de Dios.

El trabajo en el campo educativo y formativo constituyó siempre uno de sus principales objetivos. En una de sus cartas escribía: “La realidad que tenemos delante es de mucha pobreza, es decir analfabetismo con todo su cortejo: ignorancia, rutina, dejadez, falta de valores, imagen negativa de sí mismo… Nuestro objetivo no puede ser otro que formar, desarrollar, dar oportunidades, animar, evangelizar… Por todo ello, es urgente la escuela. Es necesario motivar a la persona, hacerle ver sus capacidades, superar complejos de inferioridad, crear hábitos de trabajo, abrir horizontes, entusiasmar, promover valores…”. Esa es la razón por la que en todos sus destinos fundó escuelas de primaria en los barrios más desfavorecidos, promoviendo la formación de alumnos y de profesores, ayudando a mejorar los sistemas pedagógicos y a abandonar los métodos violentos con los alumnos. Y, como buen salesiano, fiel al lema de su fundador: Ille qui laborat orat (el que trabaja, ora).

Importantísimo también es el método pedagógico que sigue, el característico salesiano, el Sistema Preventivo, “Este sistema descansa por entero en la razón, en la religión y en el amor; excluye, por consiguiente, todo castigo vio­ lento y procura alejar aun los suaves.”  Este Sistema Preventivo se debería llamar de pedagoía del prevenir, que no solo evita que se cometa el mal, sino también y ante todo brinda los medios necesarios para que se realice el bien. Por ello la necesidad de recreación, esparcimiento lúdico, música, etc.; y de manera espe­cial la presencia constante y fraterna del educador-­asistente, que pone al joven en la imposibilidad de cometer el mal, pero al mismo tiempo le incentiva a obrar el bien.

El Sistema Preventivo, conocido como pedagogía salesiana, busca formar a la persona de manera integral; impregnada de fe en lo humano y encarnada en su realidad, a través de un itinerario educativo capaz de llevar a los jóvenes a la santidad. La persona del muchacho es recibida y amada como él es y por lo que es, con sus límites, con sus potencialidades y es valorada. El saludo, el diálogo cordial, el compartir el juego y los problemas de cada día, la capacidad de escucha, la disponibilidad paciente son condiciones en las que se concretiza un recibimiento amistoso da seguridad, hacer sentir como en la propia casa.

En el campo espiritual hay dos características del Sistema Preven­tivo que se pueden pasar por alto. En primer lugar, la frecuente práctica sacramental, principalmente de la eucarística y de la reconciliación, que son lugares de encuentro con el Dios amigo, lleno de misericordia. En segundo lugar, la devoción mariana, que no es en modo alguno marianismo sino, por el contrario, auténtico compromiso de vida cristiana.

Como salesiano, religioso y misionero era plenamente consciente de que no se puede hablar de Dios en teoría “Jesucristo –decía en una carta suya- viene para liberarnos, y nuestra vida consiste en hacer que esto sea una realidad en cada persona por medio de la educación y la formación. Los años me han hecho ver que esa es la mejor inversión, escuela y formación profesional de calidad, luchar contra el paro instruyendo y enseñando un oficio, intentando que encuentren un puesto de trabajo al final de la formación. Esto elimina pobreza y crea dignidad, y es ahí donde nos empleamos a fondo”.

Como trabajo social, en general, trató con empresarios y patronos la mejora de las condiciones de trabajo de los jóvenes, su alfabetización; promovió entre ellos actividades de formación, deportivas y del empleo del tiempo libre. Al comprobar que existían chicos abandonados, improvisaba casas de acogida, ofreciéndoles medios para salir de esa situación.

Pasó varios meses en la parroquia “Santa María Reina”, en Lomé, y en agosto del mismo año se trasladó a la casa salesiana junto a la parroquia “María Auxiliadora” de Gbényédzi, en Lomé, donde es nombrado Párroco y, desde 1985 hasta 1988, también es nombrado Director de la Comunidad Salesiana.

En cuanto al trabajo parroquial, él siempre consideró que en el marco de una parroquia misionera han de ir unidas la dimensión religiosa y la promoción integral de la persona. Así, es obligado que, junto con actividades propiamente religiosas, se conjuguen las de promoción y educación: formación de matrimonios, atención a las familias y enfermos. Formación de catequistas, actividades de voluntariado. El anuncio del Evangelio como elemento que libera; catequesis, encuentros, retiros, vigilias. Educando en valores para promover la paz, el diálogo, la solidaridad, la honradez, la gratuidad, el compartir, la misericordia en todas sus formas (reconciliación, perdón, respeto…). Orientación vocacional. Lucha contra los temores y miedos ancestrales, muy extendidos en África, ello supone, en general, aspectos negativos de la religiosidad tradicional; consulta a hechiceros, videntes, sacrificios de animales, amuletos, magia, brujería, maleficios, etc. Promovió la igualdad de la mujer, cuestión muy controvertida en África, mediante talleres para chicos y formación en valores de igualdad.

En 1988, al abrirse el primer noviciado en África del Oeste en Togo, Antonio César es nombrado Maestro de Novicios. Noviciado que se traslada en 1994 a su sede actual en Gbodjomé, donde Antonio César continuó siendo Maestro de Novicios hasta 1998.

En 1998 nace la Visitaduría de la AFO, y Antonio César es nombrado de nuevo Director y Párroco de Gbényédzi, durante un trienio (1988-2001).

En 2001, el Inspector Lluís María Oliveras lo nombra Vicario Inspectorial y Delegado Inspectorial de Formación.

En 2005 será enviado como Coordinador local de pastoral y Ecónomo a Bobo-Dioulasso, en Burkina Faso, donde estará varios años, antes de regresar de nuevo al noviciado de Gbodjomé.

A partir de 2009 será Secretario del Regional de África y Madagascar, participando en los encuentros anuales de la CIVAM y temporadas en Roma para los servicios solicitados por el Regional, en junio o diciembre, con ocasión de las sesiones de trabajo del consejo general.

Tras este servicio, es nombrado Secretario Inspectorial y párroco en Korhogo (Costa de Marfil). Más tarde fue nombrado Director de la comunidad (aún no erigida canónicamente) de Uagadugú, en Burkina Faso, conservando su servicio como Secretario Inspectorial

Entre las ciudades africanas de Lomé (Togo), Bobo-Dioulasso y Uagadugú (Burkina Faso), Abidjan y Korhogo (Costa de Marfil), pasarán los 37 años de su vida.

En el desarrollo de su labor pastoral desarrolló todos los servicios que le fueron encomendados: ofició de Maestro de Novicios en casi todas sus estancias; ejerció de Vicario Inspectorial y Delegado Inspectorial de Formación; también fue nombrado Secretario Inspectorial tras su experiencia como Secretario del Regional de África y Madagascar; etc.

Si quisiésemos sintetizar el perfil misionero y salesiano de Antonio César, resaltaríamos las siguientes características:

La universalidad de la misión, despertando la conciencia de corresponsabilidad misionera, siempre abierta para todo el que quiera comprometerse en ella.

La conciencia eclesial, pues no hacemos otra cosa que colaborar con la Iglesia, única obra salvadora de Cristo en favor de la humanidad.

La pasión del trabajo evangelizador-­educativo que bien se expresa con la amabilidad, paciencia y serenidad en el trato que, inspirados en San Francisco de Sales, han de ser características de nuestro trato interpersonal.

Su celo pastoral, que siempre se caracterizó por ser amable, alegre, contagiante, constante, inquebrantable y perseverante hasta el martirio.

El 15 de febrero de 2019, al regreso de una reunión del Consejo Inspectorial, un grupo yihadista, tras interceptar el vehículo en el que viajaba con dos sacerdotes más y someterlo a un exhaustivo interrogatorio, a las 15:00 horas, lo mataron de tres disparos. Con ello, entregó la vida por África y sus gentes. En alguna ocasión dijo: “El martirio sería una bonita forma de terminar mi vocación, porque significa dar la vida por Dios y por los demás”.

Sus funerales africanos fueron multitudinarios, una auténtica fiesta, a ellos acudieron amigos, conocidos, sacerdotes, junto con los mandatarios de los países en los que ejerció de misionero. Sus restos reposan en el cementerio de Pozoblanco (Córdoba), su ciudad natal, donde fueron depositados tras las exequias presididas por Mons. D. Demetrio Fernández González, Obispo de Córdoba, y concelebradas por Mons. D.  Miguel Ángel Oliveras, Obispo de Pointe Noire, Congo, junto a unos 40 sacerdotes. Al entierro acudió todo el pueblo de Pozoblanco, gentes que lo quisieron y que admiraban su labor, que contribuyeron y ayudaron siempre a los proyectos de Antonio César con todo lo que pudieron. Antonio César murió mártir como Cristo, entregando la vida por la salvación de aquellos que se la quitaban.



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